Amanda Martínez
Miércoles, 29 de junio 2016, 18:24
Un grupo de niños curiosea las pequeñas jaulas donde se amontonan más pájaros de los que caben. Silban sin cesar hasta que un músico, ambulante y sentimental, adquiere a varios prisioneros alados, a razón de dos reales el pico. Abre las jaulas y les da libertad ante la mirada limpia de los pequeños que celebran con aplausos el vuelo de las aves. Lo sigue la mirada de un hombre que curiosea a través de las lentes de unos prismáticos que va a comprar en un destartalado puesto.
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Este podría tratarse de un reportaje callejero o, más que callejero, de plaza. Lo firma C., la sigla de un compañero de la redacción de este periódico en el año 1953. Es un delicioso viaje en el tiempo que nos lleva a un lugar especial.
Las mañanas de Bib Rambla
Bib Rambla era entonces el centro del comercio ambulante local. Como lo era hace cientos de años, con la misma presencia de trajinantes, pícaros, corredores y vendedores de toda especie, pues en la plaza se podía comprar desde un carmen albaicinero hasta la "torcía" para un encendedor rústico de pedernal o, desde unos gemelos, hasta una partida de cereales.
Ángel Ganivet decía de las calles y de las plazas que tenían su alma. Plazas con alma eran para él Plaza Nueva, por la severa educación del Palacio de Justicia; la del campo del Príncipe, la de Santo Domingo, como también lo era la Carrera del Darro. El pensador no se refirió a esta plaza de Bib Rambla que, seguramente, en sus líneas primitivas, tal y cómo fue construida, debió tener el alma que ansiaba el escritor.
Desde las primeras horas de la mañana, la plaza presentaba una animación de la que carecía el resto de la ciudad. Eran los vendedores de las pescaderías, los trabajadores de los cafés que había en dos de las esquinas más estratégicas de la zona y las vendedoras de flores.
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Las floristerías eran sencillas: lo eran sus puestos, los toldos y hasta el género que allí se vendía. A la sombra de los tilos se acumulaban, en frescas macetas de barro "colorao", toda una gama de colores y olores. Claveles, geranios, azucenas, rosas...
A otro lado, no todos los días, sino cuando había cacería, los pajareros vendían en el suelo, en minúsculas jaulitas, colorines, verdones, algún jilguero y domésticos canarios.
Junto a los vendedores de pájaros se colocaba el mercado ambulante de los objetos más raros. Se ofrecían encendedores, gafas, relojes, gemelos y hasta aperos de labranza. Era posible comprar desde cuadros, más o menos artísticos, hasta un carmen en el Albaicín. Todo lo que podía comprarse o venderse, estaba en Bib Rambla.
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Ganaderos y labradores tenían también su lugar en la plaza. Unos, en la esquina de enfrente al bar Flor; otros, junto al café del mismo nombre que la plaza. No era fácil para el profano aclararse entre aquellos comerciantes. Era preciso tener oído fino para poder cazar las ofertas que se hacían entre corredores.
¡A ver esa muestra, Manuel!
Cuando llegaba el verano se contaba con una mayor presencia de agricultores de las huertas de la Vega para comprar y vender todo cuanto la tierra produce. Los corredores sentaban sus reales en la esquina de la Camisería El Sol. Ya se conocían y sabían al verse llegar quien quería comprar y quien hablaba por hablar.
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¡Manuel, a ver esa muestra!-, decía uno.
Y el interpelado sacaba de su bolsillo unos papeles en cada uno de los cuales, a manera de sobre, lleva semillas de todas las clases. Comprobada la calidad, llegaba el regateo por conseguir el mejor precio.
El que suelta a los pájaros
Ni que decir tiene que en un mosaico tan diverso se suceden cada día y a cada hora las cosas más pintorescas. Una de ellas, la del "mocito" que fue a vender un reloj al propio dueño al que se lo había robado unos días antes. Otra, la del maestro Galisteo, un músico de la banda municipal que se privaba incluso de cosas necesarias para comprar la libertad de unos pájaros que él mismo se complacía en echar a volar de nuevo.
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Así era el mosaico de personas que cada mañana poblaban Bib Rambla, bajo los tilos, dándole a la plaza un sello que es como el alma que Ganivet quería para las cosas de Granada.
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