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Amanda Martínez
Sábado, 23 de julio 2016, 01:20
La Alcaicería, era el antiguo mercado de la seda. Su origen se remonta a Al andalus, cuando empezaba a rehacerse la vida comercial interrumpida desde la caída del Imperio Romano. Granada era entonces en el núcleo comercial del reino. El corazón de la ciudad era la Mezquita mayor, asentada en el solar que hoy ocupa la iglesia del Sagrario. En su entorno, se realizaba la actividad cultural y comercial. Nacía por entonces una clase social, una estirpe de comerciantes y emprendedores, que no conocían ni límites ni fronteras. Navegaron por el Mediterráneo y llegaron a Asia de donde volvían con cargas de especias, preciosas alfombras, oros y damascos. Aquellos hombres no tardaron mucho tiempo en volver la vista al último reino musulmán, el Reino de Granada, donde se producía en abundancia una de las sedas más bellas y de mejor calidad de la época.
La Alcaicería
El interés que generaba este rico tejido producido en los telares de la ciudad favoreció la construcción de La Alcaicería dedicada al comercio y almacenamiento de la seda. Su edificación se atribuye a Yusuf I, aunque podría haberse levantado sobre una obra anterior. Gómez Moreno alude a Hurtado de Mendoza y Mármol cuando dice que etimológicamente significa casa del César porque el emperador Justino concedió a los árabes semitas el privilegio de criar y beneficiar la seda y ellos dieron tal nombre a los lugares en que se expendía.
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Era una pequeña ciudad, de estrechas calles repletas de tiendecillas. Su jurisdicción correspondía al Real Patrimonio de la Alhambra que nombraba a un alcaide para velar por su seguridad. Los ricos tejidos, tafetanes, gasas, brocados y felpas se protegían con diez puertas que se cerraban cada noche al toque de ánimas. Andrea Navagero, un escritor y político veneciano, embajador ante la corte de Carlos V, la describió como un sitio cerrado y con muchas callejuelas, llenas por todas partes de tiendas, en donde se ven moriscos vendiendo sedas e infinitas labores de diversas formas. Sus tiendas, continúa Gómez Moreno, eran muy pequeñas y de "mezquina construcción" organizadas por calles según los oficios. La calle principal era de los Sederos, desde ella hasta la plaza se abrían las calles de Traperos, Algodoneros y Lineros. Le siguen la alhóndiga del Lino, la calle Hamiz-minaleyman, los Capoteros y el Mercantil donde se vendían marlotas y almaizares, vestimentas típicas de los moriscos. Tenía también una pequeña mezquita y la aduana de la Seda, pero todo esto quedó destruido en el incendio del 20 de julio de 1843.
Entre aguadores y notarios
En una bonita sección de IDEAL que se llamaba De la Granada que fue y se publicada en los años cuarenta, Eduardo Hernández Gómez describe los sonidos y las gentes que poblaban el vericueto de calles allá por finales del siglo XIX, cuando la aduana y las tiendas que aún subsistían ya no veían pasar un gramo de la codiciada tela. Sin embargo sus calles estaban llenas de vida. Habla de uno de sus guardianes, al que llamaban Bartolo. Ejercía sus funciones en compañía de Tonín, un respetable mastín de color canela. Sus calles, Principal, de los Paños, de los Reyes y la placeta de los Gélices, estaban muy animadas y, entre su parroquia, se encontraban muchos procuradores, testigos, peritos, delincuentes, pícaros y litigantes, porque en los antiguos talleres se habían instalado las notarías de Granada.
Durante el verano se cubrían las calles con toldos que amortiguaban los rayos del sol y permitían mantener fresca el agua del Avellano que servían dos aguadores, el Tranquilo y el Ronco, el primero cargado con su garrafa, el segundo bien vestido y emperejilado que voceaba: El Ronco da por un chavo, el agua del Avellano.
En las calles Principal, de los Paños y de los Reyes, se pasaban el día dando fe y consumiendo papel sellado don Pablo Aceituno y Torres, misántropo y anacoreta que, harto de notaría, liquidó todo su patrimonio y desapareció misteriosamente de Granada dejando con dos palmos de narices a sus herederos y desolado a su oficial, el simpático don Carlos Morenilla de la Vega. También andaba por allí don Agustín Martín Vázquez, derecho como una vela, con blancas patillas y sombrero de copa de siete reflejos, siempre acompañado por su buen amigo don Antonio Megía Porcel a quien dejó tuerto una imprudencia en una cacería. Abelardo Martínez Contreras era el notario de moda, con su elegante y severo traje negro y gafas de oro. Era el que tenía el despacho más elegante y con más personal: para él trabajaban un secretario, dos jóvenes auxiliares y un oficial mayor, Francisco Guerrero, notable cazador que, para cumplir con las expectativas que sobre él se generaban, compraba previamente la caza para llenar el morral.
Félix López fue el último vendedor de sedas; Manuel Estrada tenía una tiendecita de oros y galones y su trastienda era célebre por las reuniones que allí se convocaban. A ellas solía acudir Valentín Barrecheguren, impulsor del Centro Artístico, médico y pintor que decoró las paredes del local con dibujos y poesías. Manuel Hernández Arcoya tenía en el zoco su orfebrería y Soledad Heredia confeccionaba con primor bonetes y solideos.
Cuando cesaba el trajín del día y se cerraban las puertas, Bartolo recorría las calles y contaba, que aún podían escucharse los ecos de las citaciones, notificaciones y declaraciones de las escribanías y las citas de leyes y reglamentos de las notarías, que flotaban en las estrechas calles como fantasmas invisibles.
Los juzgados de instrucción se trasladon del Ayuntamiento a Plaza Nueva y los notarios se llevaron los despachos a sus viviendas. Los toldos desaparecieron, Bartolo murió y el perro se convirtió en un vagabundo más. El 'Ronco' y el 'Tranquilo' se marcharon a la zona del Zacatín y el Real Patrimonio descuidó su derecho a las ordenanzas y permitió que en el austero recinto se abriera una taberna y un antihigiénico urinario. También desaparecieron las diez puertas y ahora... ya no queda nada de la actividad que le dio su nombre. En 1943 el Ayuntamiento planteó su reforma con el objetivo de dedicarla a "exposición permanente de productos artísticos y artesanos" y, más o menos, en este sentido subsiste hoy en día, convertido en un punto turístico imprescindible de la ciudad.
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