Cuentos y leyendas granadinos para el Día de los Enamorados
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Desde las historias de Washington Irving a rincones de la ciudad que incitan al amor, como la calle BesoAmanda Martínez
Jueves, 14 de febrero 2019, 20:11
El lugar donde el recinto de la Alhambra asienta el quebrado trazo de su lienzo oriental, goza de un ambiente de rara quietud que predispone a la tranquila contemplación del paisaje. Allí se llega caminando desde la cuesta del Rey Chico. Por la empinada calle ... empedrada, dejando atrás Romayla, junto a la muralla que protegía la ciudad y con rumor del agua que desemboca en el Darro tras regar las huertas del Generalife. Al llegar a la torre de las Infantas, hay un grupo de niños escuchando un cuento de amor.
Cuando en la primavera de 1829 Washington Irving llegó a la Alhambra, se dirigió al gobernador de la ciudad que puso a su disposición un cuarto que daba a la plaza de los Aljibes. El escritor, de espíritu romántico, había imaginado muchas veces el palacio nazarí a orillas del Hudson, entregado a lecturas que dibujaron en su mente un imaginario alhambreño. Al llegar, se encontró una ciudad casi en ruinas, muy diferente a la idealizada, y a un Sancho Panza en la persona de Mateo Jiménez, un habitante del recinto, un torrente de historias, recuerdos y leyendas con quien esbozó sus Cuentos.
Una de esas historias, que han cautivado a viajeros y visitantes de todo el mundo desde hace casi dos siglos, tiene embelesados hoy a los chicos. La cuenta uno de los monitores del programa 'Alhambra Educa' que la han adaptado para que los más pequeños se aproximen a su patrimonio a través de la tradición oral. Es la historia de tres princesas a las que su padre, al que conocían como 'El Zurdo', obedeciendo las predicciones de un adivino, las encerró en el castillo de Salobreña. Zayda, la mayor, era de espíritu intrépido y curioso. Zorayda, una coqueta que tenía por delirio las flores, las joyas y cualquier adorno que realzara su hermosura; Zorahayda, en cambio, era dulce, tímida y sensible y era habitual sorprenderla sentada ante la ventana con la mirada fija en las brillantes estrellas de una noche de verano.
Un día, al pie de la torre del castillo, ancló una galera y un pelotón de soldados desembarcó en la playa a varios prisioneros cristianos. Protegidas por la celosía de la ventana, las hermanas se fijaron en tres caballeros altivos y arrogantes. Kadiga, el aya de las niñas, mandó de inmediato al sultán una cesta con tres melocotones maduros. Era la señal de que había llegado el momento que advertía el oráculo y, para poder controlarlas mejor, las trajo de vuelta a la Alhambra donde continuaron su cautiverio en una torre con un ajimez que proyectaba una panorámica al Generalife y sus huertas.
Pocas diversiones tenían más que la de ver cómo cultivaban la tierra los cristianos presos en las Torres Bermejas. Entre ellos reconocieron a los tres orgullosos caballeros.
Durante las calurosas horas de mediodía, mientras los centinelas dormían la siesta, cortejaban a las chicas al pie del baluarte, hasta que un día les propusieron la huida. Llegó la noche acordada y la Alhambra dormía en el más profundo silencio. A la señal convenida, las princesas dejaron caer una escalera hasta el jardín. Bajaron las dos princesas mayores, pero al llegar el turno de la Zorahayda, titubeó. Sus hermanas le rogaban, también su caballero, pero volvió a la torre y dejó caer la escalera para no abandonar a su padre. La leyenda dice que, de tanto llorar, la princesa se convirtió en la fuente de mármol que hay en la torre que hoy conocemos como de las Infantas y que, aún hay noches, que de ella brota el agua, que no son si no las lágrimas de la infeliz joven.
«Estas leyendas son símbolos muy potentes. Forman parte del imaginario colectivo», explica Manuel Mateo, uno de los guías del programa Alhambra Educa, «los cuentos, poemas e historias que hay en torno a ella nos permiten comprenderla mejor».
Así queda en nuestra memoria que, un poco más arriba, en la Torre de la Cautiva vivió la favorita del rey Muley Hacén, Isabel de Solís, a pesar de que Gómez Moreno asegura en su guía que es «una afirmación completamente gratuita e insostenible» y cualquiera ve el cuerpo de una mujer convertido en un tronco seco en el patio de la acequia del Generalife. El ciprés, cuenta la leyenda narrada por Ginés Pérez de Hita, fue testigo de los amores furtivos de Morayma, esposa de Boabdil y un caballero abencerraje. Cuando el rey se enteró, fue tal su ira, que en represalia mandó degollar a varios caballeros de aquella familia musulmana. Aún se identifica las manchas de óxido de hierro en la fuente de la Sala de los Abencerrajes.
El Albaicín es otro barrio que puede recorrerse a paso de cuento. Como el que da nombre a la Cuesta de María de la Miel, donde había un aljibe de aguas muy dulces. Allí vivía una esclava cristiana, presa de un soldado de las tropas de Muley Hacén. Su prometido planeó un rescate pero, mientras llegaba el momento, cada día le dejaba un ramito de jazmines. El musulmán sorprendió a los amantes en su huida y, al creerse derrotados, la chica intentó lanzarse al aljibe. El valiente caballero venció al soldado antes de salvar a su amor que dejó caer al pozo el ramo de flores que les dio a sus aguas un eterno sabor a miel.
El último de los cuentos es de amor verdadero y da su nombre a la calle Beso. Es el del amor de una madre que, entre lágrimas, besa por última vez la frente de su hija que yacía en un blanco féretro rodeado de flores. Al acercase a su rostro comprobó que no estaba frío. Parece que fue un caso de catalepsia pero en la ciudad ha quedado un rincón de leyenda digna de los Hermanos Grimm.
Por cierto, el titular de este artículo es prestado, está en la fachada de la Casa de los Tiros, una espada atraviesa un corazón sobre el dintel de la casa de los Granada Venegas «El corazón manda».
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