Quince días para morir

Quien fallece en Benarés deja atrás la rueda de las reencarnaciones. Una posada aloja, con un plazo de dos semanas, a quienes llegan a la ciudad con ese fin

CARLOS BENITO

Lunes, 13 de abril 2015, 09:58

Para los hindúes, no es lo mismo morir en Benarés que hacerlo en cualquier otro sitio. Quien exhala su último aliento allí, en la más santa de las ciudades santas, obtiene la preciada recompensa de morir por última vez: se interrumpe para el difunto la rueda obsesiva de las reencarnaciones y su alma puede descansar por fin junto a la divinidad, en una gloria interminable y luminosa.

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Ese privilegio ha hecho que Benarés esté siempre atestada de moribundos: lo fúnebre se ha convertido ya en una costumbre, cuyos olores y sonidos se entremezclan con los demás afanes cotidianos. «En Benarés, la vida se vive en la presencia perpetua de la muerte», ha resumido la experta en religiones Diana Eck. Muchas personas deciden pasar allí su vejez para garantizar que se ganarán el 'moksha', la salvación, pero otras son trasladadas a Benarés in extremis, ya agonizantes, en un intento casi desesperado de llegar a tiempo para conseguirles la paz.

Una vez en la ciudad, no resulta sencillo conseguir alojamiento para estos enfermos terminales: los hoteles son caros y, además, no suelen acoger con entusiasmo a quien planea fallecer entre sus sábanas. Para muchos, la única opción es la Mukti Bhavan, una mansión de ladrillo de principios del siglo XX reconvertida en posada para estos peregrinos de la muerte. Tiene doce habitaciones, en las que se alojan familias enteras, y solo suele cobrar el gasto en electricidad. Si los huéspedes son particularmente pobres, ni siquiera les facturan la luz, e incluso hay casos en los que han contribuido a comprar la leña para la pira funeraria. Hace años, abundaban las instituciones de este tipo, pero la mayoría han ido desapareciendo.

La Mukti Bhavan funciona desde mediados de los años 50, cuando la fundó una rica familia de industriales que todavía hoy la financia, y en este tiempo han muerto en sus estancias alrededor de 15.000 personas. Danish Siddiqui, el autor de las fotografías de estas páginas, coincidió allí con Bhogla Devi, de 97 años, confortada por su nieto Divyesh, que había dejado su trabajo de ingeniero para acompañarla al albergue: «Mi abuela es lo más valioso que he tenido, me gustaría que alcanzase la salvación entre mis brazos», le explicó el joven. También conoció a Munna Kuvar, de 105 años, que había soportado un viaje de cinco horas tumbada en el asiento trasero de un todoterreno, con el propósito de fallecer donde lo había hecho dos décadas antes su marido. O a Champa Devi, de 88 años, que murió cuatro horas después de registrarse.

El plazo tiene su importancia, porque la casa solo admite a los huéspedes durante quince días. En teoría, si para entonces siguen vivos, deberían abandonar las instalaciones, aunque la norma se puede flexibilizar si se considera necesario: el encargado, Bhairav Nath Shukla, un hombre dicharachero y parlanchín que lleva más de cuarenta años gobernando el establecimiento, ha desarrollado una habilidad inquietante para estimar con precisión cuánta vida queda en un ser humano.

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Agua y albahaca

En la posada, los enfermos disponen de sus jarras de agua del Ganges, su albahaca ritual y sus servicios religiosos atendidos por cuatro sacerdotes, que viven en el recinto y bañan a los dioses en leche y agua todas las mañanas. Y, cuando por fin sobreviene lo irreparable, tienen el río sagrado a tiro de piedra. Los cortejos fúnebres, con el cadáver envuelto en telas doradas y transportado sobre andas de bambú, son una presencia ineludible en las calles de Benarés. Se encaminan hacia los 'ghats', las amplias escalinatas que se introducen en las aguas del Ganges: dos de ellos, los de Manikarnika y Harishchandra, son el escenario de las ceremonias fúnebres. En invierno, la temporada alta, se celebran en ellos hasta trescientas incineraciones diarias, a lo largo de todo el día y toda la noche.

Allí se levantan las piras, de madera de sándalo o, si la familia no tiene recursos para permitirse ese lujo aromático, de madera de mango, cien veces más barata. Las llamas consumen los cuerpos durante tres o cuatro horas y, después, las cenizas y los fragmentos de hueso se arrojan al río. Desde hace más de veinte años, el 'ghat' de Manikarnika dispone de un crematorio eléctrico: usarlo cuesta siete euros, frente a los setenta de una ceremonia tradicional, pero muy pocos lo eligen. Parte de la culpa es de los vendedores de leña, que suelen contar a las familias que ese sistema moderno echa a perder la salvación, como si la santidad de Benarés pudiese desconectarse con un interruptor.

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