juan carlos barrena
Jueves, 30 de abril 2015, 00:09
Adolf Hitler, el primer y último Führer del III Reich, aprovechó la intimidad de sus habitaciones privadas en el búnker de la Cancillería para quitarse la vida junto a su esposa, Eva Braun, el 30 de abril de 1945, mañana hace 70 años. Un gigantesco refugio en la actualidad sellado, sobre cuyos restos se erige un edificio de viviendas y que linda intencionadamente con el Memorial del Holocausto, situado a escasos metros de la Puerta de Brandeburgo. Hitler, que se pegó un tiro en la sien, fue uno de los tantos alemanes que decidieron quitarse la vida en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Una epidemia de suicidios que había comenzado en enero de ese año, cuando las tropas del Ejército Rojo avanzaban hacia Berlín para acabar con el régimen nacionalsocialista, culpable de la muerte de 20 millones de ciudadanos soviéticos durante la contienda.
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La propia propaganda del Estado, los diarios y emisoras de radio del régimen, pero también numerosos edictos municipales, animaron a los ciudadanos a quitarse de en medio. «Es mejor, sin duda, que las tropas del enemigo solo encuentren alemanes muertos», llegó a anunciar un portavoz del ministerio de Propaganda que dirigía Joseph Goebbels. El dirigente nazi predicó con el ejemplo. Un día después de la muerte de su admirado Führer, se suicidaba en el mismo búnker junto a su esposa, Magda Goebbels, que poco antes había envenenado a sus seis hijos. Heinrich Himmler, el jefe de la policía política y de las temidas SS, la guardia pretoriana del régimen, hizo lo mismo con una cápsula de cianuro. Al igual que no menos de 8 de los 41 gauleiter, los gobernadores territoriales nazis, o 53 de los 554 generales del ejército de tierra.
El historiador Christian Goeschel, autor del libro Suicidio en el III Reich, habla de «un nacionalismo catastrofista» para tratar de explicar la ola suicidios y argumenta que el régimen tendía a la autodestrucción, al exterminio de la propia nación antes de que esta fuese conquistada por el enemigo. «Tras la extinción del Führer y el Reich temían caer en el vacío. Podía sentirse la nada. Las historias de terror sobre el Ejército Rojo habían creado una atmósfera de miedo a que, tras la victoria aliada, el pueblo alemán fuera liquidado. A lo sumo esperaban una vida bajo la opresión. Para quienes habían asumido durante doce años los valores del nacionalsocialismo, la vida había perdido sentido», explica a su vez el también historiador Florian Huber en su libro Niño, prométeme que te pegarás un tiro, título que revela el nivel de pánico entre la población alemana, sobre todo al este del río Elba, cuando el conflicto tocaba a su fin.
Ya a principios de marzo de 1945, el párroco de la Iglesia del Memorial de Berlín, Gerhard Jaccobi, lo advertía: «Me visitan una y otra vez miembros de mi parroquia que me confiesan guardar una ampolla de cianuro». Nadie sabe a ciencia cierta cuanta gente se quitó la vida en la ciudad, pero los historiadores consideran que la cifra oficial, 7.057 personas, está muy lejos de la realidad. Muchos suicidios fueron camuflados por familiares, médicos y religiosos para evitar problemas legales a los allegados de los muertos. El 12 de abril de 1945, antes de la toma de la capital por las tropas soviéticas, el último concierto de la Filarmónica de Berlín acabó con El ocaso de los dioses, de Richard Wagner. A la salida, adolescentes uniformados de las Juventudes Hitlerianas repartieron entre los asistentes cápsulas de cianuro que llevaban en grandes cestos.
La fosa común de Demmin
Pero el mayor suicidio colectivo de la historia, como lo define Florian Huber, se produjo entre el día de la muerte del dictador y el 3 de mayo en la pequeña localidad de Demmin, en la septentrional región alemana de Antepomerania. Tras la retirada de las tropas alemanas, la población, abarrotada de refugiados procedentes del este, quedó a merced del enemigo. El Ejército Rojo actuó sin piedad, saqueó la localidad, prendió fuego a sus edificios, violó a sus mujeres y disparó contra todo aquel que intentó oponer resistencia. «Hombres, mujeres y niños se suicidaron en masa», afirma Huber, quien explica que «eran gente de todos los estratos sociales, profesiones y edades, un espejo de la sociedad alemana en las pequeñas ciudades». En tres días, cientos de personas se colgaron de un árbol, se pegaron un tiro o se lanzaron con una piedra colgada del cuello al río. Abuelas y madres mataron a sus hijos y nietos, padres a sus esposas... Registrados en una lista elaborada por la hija del sepulturero, hay más de 700 ciudadanos. Uno de cada diecisiete habitantes optó por quitarse la vida.
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Dramas similares se vivieron en otras localidades, sobre todo en las regiones de Prusia Oriental, Pomerania, Brandeburgo y Mecklemburgo, al paso de las tropas soviéticas. Poblaciones como Lauenburg con 600 suicidas o Friedland con 500. No se sabe a ciencia cierta cuanta gente tomó esa decisión durante el hundimiento del III Reich, pero los historiadores calculan que decenas de miles de personas. «Suicidas que llegaron a la locura al perder el sentido de la vida», dice una placa en el cementerio de la pequeña localidad de Demmin, que recuerda «los cientos de víctimas conocidas y desconocidas que yacen en una fosa común y en tumbas individuales de la tragedia de mayo de 1945».
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