![Bombas, chalecos antibalas y toque de queda: Así se informa de la guerra sobre el terreno](https://s3.ppllstatics.com/rc/www/multimedia/2023/03/02/zigor1-kPHI-U190790890418SMD-1200x840@RC.jpg)
![Bombas, chalecos antibalas y toque de queda: Así se informa de la guerra sobre el terreno](https://s3.ppllstatics.com/rc/www/multimedia/2023/03/02/zigor1-kPHI-U190790890418SMD-1200x840@RC.jpg)
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Es lógico preguntarse 'qué coño hago aquí' cuando un lanzacohetes 'Grad' ucraniano está a punto de disparar contra las posiciones rusas en Donetsk y no hay lugar en el que ponerse a cubierto. Por si fuese poco, el comandante mete prisa al periodista «porque los rusos contraatacarán en unos minutos». El chaleco antibalas y el casco heredado de la guerra de Irak sirven de poco frente a los proyectiles de artillería, pero hay que tratar de fotografiar y de grabar en vídeo todo el proceso.
Este momento es la culminación de un trabajo que arranca varias semanas antes de coger el primer vuelo del tedioso viaje de 28 horas a la capital de Ucrania. El objetivo es informar sobre la situación del país un año después de la invasión rusa, y, a falta de que Moscú permita el acceso a las zonas que ha ocupado, la meta es hacerlo desde todas las perspectivas y lugares posibles: el sufrimiento de la población civil en las ciudades de la periferia de Kiev, el resurgir de la vida en la propia capital, la coyuntura en lugares liberados -pero aún bajo la amenaza de las bombas- como Jersón, y el día a día de los soldados en el frente más activo, el del Donbás.
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Primero hay que sortear un laberinto burocrático: acreditaciones, solicitudes a multitud de organismos gubernamentales, y un interminable torrente de mensajes en Telegram que desborda el móvil de la traductora, Anastasiia, una figura clave para el éxito del viaje. Luego hay que enfrentar una pesadilla logística: los trenes funcionan, pero llegar hasta las zonas más castigadas en otro tipo de transporte no es nada sencillo. Pocos conductores ucranianos quieren acercarse a las posiciones rusas. Y quienes lo hacen no son baratos. La clave está en planificar todo al milímetro y en estar preparado para cambiarlo en cualquier momento.
Porque los sobresaltos lógicos de una guerra harán imposibles algunos reportajes, pero ofrecerán otros imprevistos, muchas veces fruto de la confianza que se crea con civiles y militares: por ejemplo, nunca pensé que acabaría metido en un tanque soviético T-72 en la región de Donetsk, que me abrirían las puertas de un hospital militar cercano al frente, o que el director de los trenes ucranianos cambiaría de opinión en el último minuto y nos concedería su última entrevista antes de presentar la dimisión dos días después.
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En la capital, Kiev, todo es sencillo. La vida ha regresado, los negocios han reabierto, y el toque de queda se ha retrasado a las once de la noche. Aquí no es necesario hincarles el diente a los seis tigretones con los que viajamos desde Bilbao, ni abrir las latas de atún y de paté que nos salvarán varias cenas una semana después. El café tampoco es instantáneo aún. Se puede disfrutar de un capuchino en cualquiera de las cafeterías de moda, uno de los chispazos que recuerdan a la Ucrania anterior a la invasión.
Pero en ciudades cercanas al frente, donde los uniformes de camuflaje inundan el paisaje y la banda sonora está compuesta por el estruendo de las bombas y el repiqueteo de ametralladora, no se puede salir a la calle a partir de las siete de la tarde. Y hay muy pocos establecimientos abiertos. Es más, incluso algunos de los que se supone que lo están han bajado la persiana.
Es el caso de nuestro hotel en Jersón, una especie de parque acuático venido a menos. Acepta reservas 'online', pero cuando llegamos está cerrado a cal y canto. Un señor que mira con asombro las maletas nos asegura que lleva así un año. Y por teléfono comprobamos que el resto de los que aparecen en el listado de una popular plataforma de reservas están en la misma situación.
Afortunadamente, la guerra ha unido al correoso pueblo ucraniano y ha propiciado que la solidaridad se extienda. El conductor que nos ha llevado hasta el hotel se ha quedado esperando en el coche y se acerca a nosotros con la solución a un problema que amenazaba con hacerse insalvable. «Una amiga que ha huido a Alemania me dejó las llaves de su apartamento. Podéis quedaros allí», anuncia.
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Se produce así una curiosa paradoja: una ucraniana refugiada en la Unión Europea acoge en su piso a un europeo. Es un octavo con un ascensor que no funciona porque la electricidad es un lujo que va y viene, y la noche pasa en vilo por el aullido de las sirenas antiaéreas y las deflagraciones de artillería. A la mañana siguiente nos enteramos de que varios proyectiles rusos han impactado contra uno de los edificios del barrio provocando tres fallecidos.
La muerte nunca anda lejos en el sur y el este de Ucrania. Pero a todo se acostumbra el ser humano. Las sirenas antiaéreas ya no provocan ninguna reacción en la gente, que continúa con sus quehaceres aunque rechine durante horas. Y un capellán del ejército casi ni se inmuta durante la entrevista cuando un obús pasa silbando a pocos metros de nuestras cabezas. «Vivir con miedo sería otorgarle la victoria a Rusia», sentencia.
Las relaciones personales son clave. Durante los dos primeros viajes a Ucrania hemos labrado una buena con el oficial del ejército ucraniano que nos escoltó al frente de Jersón, cuando la ciudad aún estaba ocupada, y está agradecido porque considera que las informaciones publicadas son imparciales. Aunque algunas no dejen bien a sus soldados. Él es consciente de que nuestro trabajo también consiste en tratar de discernir entre información y propaganda. «Respeto tu trabajo y que vengas hasta aquí solo», asegura.
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Los periodistas somos gente incómoda. Tanto para los militares como para los civiles. Entorpecemos a los primeros, a los que también podemos poner en riesgo si publicamos información que revele su ubicación o planes, y metemos el dedo en la llaga de los segundos. Por eso último, Alla Krotkikh, a quien conocí en abril, poco después de la muerte de su marido, militar, me negó una segunda entrevista en junio.
Ha accedido en esta ocasión, y no es fácil mantenerse impasible mientras cuenta una tragedia que se convierte en un drama familiar cuyo final no se puede atisbar. Es una punzada en el corazón, como la sentida cuando los equipos forenses sacaron decenas de cadáveres de una fosa común en Bucha. También hay que tener estómago para acercarse a los restos de una columna de tanques rusos en la que aún se distinguen perfectamente los cuerpos calcinados de sus ocupantes. La guerra no es como la suelen mostrar las películas de Hollywood.
Y menos aún cuando hay que hacerla con un frío intenso, hundiendo los pies en un barro que esconde traidoras placas de hielo. Puede que diez grados bajo cero no parezcan gran cosa, pero el viento congela hasta los huesos. Y trabajar con cinco capas de ropa, diez kilos de equipo fotográfico, y el equipo protector no es fácil. Pero mucho más difícil es luchar con todo ese peso y un chaleco lleno de cargadores de balas en una trinchera en la que las horas se eternizan cuando no sucede nada y los segundos de combate parecen horas.
Por eso, una de las historias que más interés tenía era la de Ivan Hunchenko, un soldado al que conocí en un hospital militar de Leópolis poco después de que le volaran parte de la carne de sus piernas con dos granadas y que ahora ha regresado al frente. Al principio rechazó volver a conversar, pero al final aceptó tomar un café en un pueblo cercano a Bajmut. «Espero vivir para que hagamos una tercera entrevista», se despidió. A su alrededor, decenas de soldados ucranianos mueren cada día dejando atrás viudas y huérfanos. Y lo mismo sucede con los rusos a unos metros, mientras quienes determinan su suerte mueven fichas a cientos de kilómetros.
Nosotros tenemos suerte de poder volver a coger el tren a la frontera de Polonia y de abrazar a nuestros seres queridos en la comodidad de un hogar cálido. Sufrimos el síndrome de la sirena fantasma, ese que nos hace creer que cualquier ruido es una sirena antiaérea, pero en un par de días se nos pasa. En Ucrania quedan millones de personas que no saben qué será de su país mañana. Muchos piden en las entrevistas que no nos olvidemos de ellos a pesar de la fatiga que supone estar informándose constantemente de una guerra que parece lejana. «Luchamos no solo por Ucrania, sino por la libertad y la democracia en Europa», señalan, a menudo recordando lo que sucedió no hace tanto, en 1939.
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