
La tragedia del hombre nuevo
Un desastre único en el mundo ·
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Un desastre único en el mundo ·
El 50 aniversario del triunfo del Khmer Rojo recuerda el terrible genocidio que sufrió CamboyaVestidos con pijamas negros y pañuelos rojos rodeándoles la garganta, miles de guerrilleros entraron victoriosos en Phom Phen, la capital camboyana, el 17 de abril ... de 1975. Los ciudadanos más ingenuos pensaron que ocho años de guerra feroz se habían acabado y comenzaba una etapa de paz, los afectos al régimen derrotado y que no habían logrado huir sabían que su suerte estaba echada. Lo que ninguno podía sospechar es que todos abandonarían la ciudad, de dos millones de habitantes, en sólo 48 horas. A unos y otros les aguardaba el infierno. Medio siglo después, el país asiático aún sigue padeciendo las consecuencias de uno de los más terribles experimentos sociales del siglo XX.
La excusa fue un ataque aéreo estadounidense. El nuevo poder ordenó el desalojo inmediato ante el peligro. Los ciudadanos no se cuestionaron la veracidad de la alerta porque los aviones B-52 habían lanzado 500.000 toneladas de bombas en los últimos tres años. Pero no era cierto. En realidad, todas las grandes poblaciones habían sufrido el mismo proceso de vaciamiento y esa medida era sólo el principio.
El régimen comunista escondía grandes y utópicas ambiciones. Sus ideólogos soñaban con una radical revolución que había de convertir al país en una sociedad campesina despojada de 2.000 años de civilización. Todos los ciudadanos habían de participar en esa utopía que culminaría con la creación de un hombre nuevo, el buen salvaje liberado de influencias contemporáneas, y la formación de una comunidad ignorante y autosuficiente.
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Los relatos de quienes pudieron contarlo hablan de niños, ancianos y enfermos muertos en el camino y, al final, el destino inmisericorde, los arrozales colectivizados y las grandes obras de infraestructura construidas artesanalmente. Pero no todos eran sometidos al trabajo en condiciones de esclavitud. Los milicianos conminaban a declarar orígenes y profesión y quienes revelaban un oficio estaban condenados. «En cada ciudad se asesinó a personas formadas, profesores, médicos, monjes, intelectuales o cualquiera con estudios», señala Enrique Figaredo. «Incluso llevar gafas o no tener las manos endurecidas por el trabajo en el campo podía ser causa para que te ejecutaran».
Este jesuita asturiano llegó a Camboya hace cuarenta años, antes de que la pesadilla se desvaneciera. «Un ejemplo cercano de esta persecución es el de mi predecesor en el cargo de Prefecto Apostólico de Battambang, monseñor Tep Im. Fue asesinado a 60 kilómetros de la ciudad cuando se dirigía hacia la frontera, pocos días después de que los Jemeres Rojos tomaran el poder y dieran comienzo al genocidio», explica.
El proyecto no había sido pergeñado en las selvas del territorio, sino en la lejana capital francesa dos décadas atrás. Aquellos privilegiados estudiantes, hijos de la alta burguesía de Phnom Phen, se reunían en los cafés parisinos para urdir un nuevo orden que hiciera tabla rasa con la historia. Los instigadores de aquel comunismo maximalista eran Khieu Samphan, Ieng Sary y Saloth Sar, un joven, descendiente de terratenientes con vínculos con la familia real. Su nombre de guerra, Pol Pot o Hermano número uno, lo identifica como uno de los grandes carniceros de la pasada centuria.
El pasado reciente contextualiza este experimento. La insurrección dinamitó el Imperio francés de Indochina tras la Segunda Guerra Mundial. Vietnam del Norte se declaró independiente en las postrimerías de la contienda y, posteriormente, Camboya se convirtió en una monarquía bajo la batuta del rey Norodom Sihanouk. Pero todo cambió tras estallar la contienda de Vietnam. Ese conflicto extendió sus tentáculos a toda la región y sus respectivos partidos comunistas recibieron el apoyo bélico de Hanoi, Pekín y Moscú.
El monarca camboyano declaró en vano su neutralidad. El Vietcong, el frente norvietnamita, utilizaba el territorio para atacar la retaguardia de las tropas survietnamitas y apoyaba a los Khmer Rojos, sus compañeros de fe, en la rebelión interna. La expansión fue rápida, pese a que Washington apoyó un golpe de Estado en 1970 destinado a reemplazar al monarca por el dictador militar Lon Nol, proclive a la lucha más despiadada contra los rebeldes del atavío oscuro.
El régimen apoyado por Occidente fracasó. Los comunistas establecieron la Kampuchea Democrática, su régimen de terror, recuperaron al exiliado Sihanouk como presidente, aunque reduciéndolo a mero símbolo de la unidad del país. Lo encerraron en su palacio, pero el rey dimitió un año después en protesta por la represión ejercida por los gobernantes. El Estado respondió ejecutando a cinco hijos y otros catorce parientes. Tampoco hubo misericordia con sus artistas. El 90% de los bailarines del Ballet Real, del siglo IX y Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, pereció en los cuatro años que duró el plan genocida.
El país sufrió un desastre único. «La destrucción del tejido social fue brutal», señala Figaredo. «Se perdieron generaciones enteras de personas formadas y eso dejó una profunda huella en el desarrollo. Muchas familias se desestructuraron porque los Jemeres Rojos obligaban a hombres y mujeres a casarse sin conocerse, como parte de su intento de crear una sociedad nueva. Aún hoy, sobre todo en las zonas rurales, se sienten las consecuencias de aquellos matrimonios forzados».
La irracional actitud de sus elites provocó la descomposición de esta dictadura interna. En realidad, el régimen que buscaba un orden revolucionario y aislacionista estaba viciado tanto por los conflictos internos del bloque comunista, dividido entre la adhesión a Moscú o Pekín, como por problemas antiguos. Camboya, prochina, sufrió en el siglo XIX la pérdida de su región suroriental a manos de Vietnam, fiel a los soviéticos. Aunque ambos gobiernos participaban de la ideología comunista, el de Phom Phen guardaba una enorme animadversión hacia sus vecinos que desembocó en una invasión suicida dada la diferencia de efectivos.
La poderosa Hanoi respondió con una contraofensiva a la que se sumaron los desafectos del sistema camboyano. La paranoia acentuó la represión y la búsqueda de quintacolumnistas. La prisión S-21 o Tuol Sleng, hoy convertida en el Museo de los Crímenes Genocidas, ejemplifica este delirio. Unas 12.000 personas, muchos miembros de la guerrilla, pasaron por su celdas, donde fueron torturados y asesinados. No más de 15 individuos sobrevivieron.
No se conoce el número exacto de las víctimas de este periodo, que murieron de hambre, enfermedades o extenuación tras jornadas de 10, 12 o 14 horas diarias de trabajo, o los que fueron ejecutados, a menudo a golpes para ahorrar balas, según Amnistía Internacional. «Siempre se ha hablado de unos dos millones, pero si tenemos en cuenta los años posteriores de conflicto, la cifra ascendería notablemente», advierte el sacerdote. Aunque se trata de una cuarta parte de la población local, a su juicio, la precisión en estas cifras no es lo más importante. «Lo esencial es ser conscientes del inmenso sufrimiento que ha vivido este país».
El 7 de julio de 1979, Phnom Phen fue de nuevo invadida, pero esta vez por tropas vietnamitas y los mandos huyeron al oeste o buscaron refugio en Thailandia. En un giro surrealista, el Khmer Rojo, en retirada, se alió con sus antiguos enemigos, monárquicos y occidentales, y Estados Unidos llegó a enviar subrepticiamente pertrechos a los milicianos que antes había combatido y que ahora, renunciaban a su ideología comunista para intentar recuperar el control de país. Los rivales se asociaban para combatir a Hun Sen, el nuevo hombre fuerte, antiguo guerrillero que se había sumado a los invasores y que, tras lograr poder, lo ha mantenido 40 años.
La lucha dio paso a conversaciones entre los bandos y en 1991 se firmaron los Acuerdos de Paz de París. «La verdadera pacificación no llegó hasta la muerte de Pol Pot en 1998 cuando la mayoría de los Jémeres Rojos depusieron las armas. En total estamos hablando de 30 años de conflicto continuo», apunta Figaredo.
El fin de la contienda supuso el descubrimiento de numerosas fosas comunes en un territorio minado. El Tribunal Especial de Camboya procesó a cinco altos dirigentes, pero Pol Pot, el melifluo líder, falleció en la selva antes de ser condenado. Sólo Kieu Shampan, su compañero y sustituto al mando del Khmer Rojo, permanece en la cárcel en cumplimiento de una condena a perpetuidad. Durante su juicio, el único de los miembros vivos del Grupo de París adujo que nunca supo de las atrocidades porque entonces se hallaba recluido trabajando.
El Gobierno actual, dirigido por un hijo de Hun Sen, anunció en enero un proyecto de ley para procesar a cualquier individuo que niegue o apruebe las atrocidades cometidas durante el periodo de la Kampuchea Democrática. Cincuenta años después, el español reconoce que muchos supervivientes llevan consigo profundas cicatrices, físicas y emocionales, pero que en las zonas rurales la gente no es consciente del aniversario. «Sus preocupaciones diarias son muy básicas, acabar con sus deudas, que sus arrozales no se inunden o que sus niños no enfermen y puedan estudiar».
¿Y qué fue de aquellos arrogantes milicianos, a menudo niños soldados, que llevaron a su pueblo al desastre? «He conocido a muchos de ellos porque son discapacitados víctimas de las minas antipersona. Más que líderes, eran soldados que seguían órdenes», arguye. «Hoy en día están integrados en sus comunidades y no queda rencor entre sus vecinos. El pueblo camboyano ha sabido perdonar».
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