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En la cocina. Petro Dmitrovich, alias Satanás, cocina en el interior de la trinchera para sus compañeros de batallón, a las afueras de Jersón. Zigor aLDAMA

En las trincheras con Satanás

El frente oriental Tras el fracaso de su ambiciosa estrategia original, Rusia centra las hostilidades en el este de Ucrania, donde el frente se extiende más de 1.100 kilómetros. Ahora están muriendo más soldados que nunca

Zigor Aldama

Enviado Especial Jersón

Domingo, 19 de junio 2022, 00:26

Los rusos están a cuatro kilómetros en línea recta. Por eso es clave la posición que ocupa el batallón de Satanás, mote por el que responde Petro Dmitrovich, a las puertas de la ciudad ocupada de Jersón. Tanto este soldado que acaba de estrenar la treintena como sus desarrapados compañeros están convencidos de que lograrán liberar esta ciudad clave del sur de Ucrania, pero reconocen que no es objetivo fácil con los medios a su alcance. Porque las sofisticadas armas que Occidente afirma haber enviado apenas hacen acto de presencia aquí: todos los militares ucranianos van pertrechados con diferentes versiones del clásico Kalashnikov AK-47, y en el lugar más prominente de la trinchera, un punto de tiro protegido por bloques de hormigón y sacos terreros en medio de la carretera que conecta Jersón y Mykolaiv, la ametralladora con la que repelen las incursiones rusas parece sacada de la Primera Guerra Mundial.

A pesar de ello, Satanás afirma que la principal carencia en el frente ucraniano no es la cantidad o la calidad del armamento sino la formación de los soldados para utilizarlo. «Cerca de aquí hay un campo de entrenamiento en el que nos enseñan a usar los nuevos sistemas, pero es un proceso que lleva tiempo», comenta el soldado, natural de un pequeño pueblo cercano a la capital, Kiev.

Países como Alemania y Polonia también están formando en su territorio a soldados ucranianos en el uso de baterías de artillería pesada, como las que se esconden bajo un puente cercano a la espera de su despliegue durante ese contraataque para recuperar Jersón que llevan mucho tiempo planeando pero que no parece materializarse nunca.

Explosiones más cercanas

La clave de la guerra hasta entonces reside en la capacidad del batallón de Satanás para defender su posición. Y no es fácil. «El enemigo emplea cada vez más potencia de fuego contra nosotros. Está usando todo lo que tiene. A veces los rusos empiezan a bombardearnos por la mañana y siguen hasta la noche. O tratan de tomar nuestra posición con tanques. Ayer, por ejemplo, bombardearon con cohetes BM-21 de 122 milímetros -conocidos como 'grad', granizo en ruso-», explica.

Casi un kilómetro. Satanás, en el extremo de la trinchera en la que vive junto a su batallón.
Imagen principal - Casi un kilómetro. Satanás, en el extremo de la trinchera en la que vive junto a su batallón.
Imagen secundaria 1 - Casi un kilómetro. Satanás, en el extremo de la trinchera en la que vive junto a su batallón.
Imagen secundaria 2 - Casi un kilómetro. Satanás, en el extremo de la trinchera en la que vive junto a su batallón.

Como si los rusos le estuviesen escuchando, las explosiones comienzan a sentirse cada vez más cercanas. Pero Satanás ni se inmuta. Más le preocupan las incursiones de los soldados rusos por tierra, aunque destaca que tampoco así logran avanzar. «Y les quitamos los lanzacohetes para utilizarlos luego contra sus posiciones», añade orgulloso mientras muestra varios RPG rusos sobre un sofá y bajo un cuadro clásico cuya idílica escena costumbrista sirve de fuerte contraste.

Cuando los misiles arrecian, poco se puede hacer aparte de buscar refugio en las zonas mejor resguardadas de la trinchera, que se extiende casi un kilómetro, ha sido cavada a lo largo de mes y medio, y cuenta con diferentes túneles conectando estancias tan diversas como el dormitorio, la ducha -junto a la que están construyendo incluso una sauna-, la cocina o el comedor. En ese último, Satanás cuenta a este diario cómo y por qué ha acabado un agricultor vestido con ropa de camuflaje. «En 2014 -cuando Rusia atacó el Donbás y se anexionó Crimea-, mi primo murió defendiendo Donetsk. Fue entonces cuando decidí servir a mi patria y me alisté. Con 25 años, no tenía ni idea de asuntos militares, pero los compañeros me enseñaron y ahora, después de ocho años en la guerra, soy yo quien hace lo propio con los jóvenes que llegan al frente aterrorizados», explica Satanás, un apodo con el que los propios rusos le bautizaron en 2016.

Vidas truncadas

No es el único en su entorno que ha empuñado un fusil. Su padre fue oficial durante la Unión Soviética y luchó en Afganistán. Y ahora su novia también está en el frente, pero en uno muy lejano: junto a la frontera de Bielorrusia, en la región de Volin. «Cada persona decide cómo quiere defender su país. Nosotros hemos elegido esta vida y hace ya seis meses que no nos vemos. Me preocupo por ella, porque puede suceder cualquier cosa, y cuando hablamos me recuerda que le había prometido dejar esta vida y casarme con ella», comenta con cierta tristeza. Pero eso fue antes de la invasión, claro.

Ahora, su vida está regida por un gigantesco signo de interrogación que le acompañará mucho después de que acabe la guerra. «En 2020 decidí dejar el Ejército. Pero pasé tres días en casa y al cuarto volví a la Comisión Militar para pedir mi reincorporación. Estuve medio año en la Brigada 72 y a mi regreso le prometí a mi madre que no volvería a combatir. Los de la Comisión hicieron una porra: los más optimistas apostaron que descansaría dos meses, mientras que el comisario me dio ocho días. Ganó. Me reincorporé al noveno», recuerda con una sonrisa de resignación.

DATOS

  • 700.000 hombres y mujeres combaten en el bando ucraniano, 450.000 más que antes de la guerra. Hasta 200 mueren cada día. Ucrania cifra en más de 12.000 los civiles fallecidos.

  • 32.500 militares rusos han perdido la vida en Ucrania desde el pasado 24 de febrero, según Kiev. Moscú apenas reconoce unos pocos miles.

«Tuve la oportunidad de ganarme la vida en Polonia, pero yo quiero defender mi casa. Siempre pensé que Putin atacaría Ucrania otra vez, pero no podía imaginar que llegaría a intentar ocupar todo el país. Pensaba que se conformaría con el Donbás. En cualquier caso, se ha equivocado si cree que nos vamos a rendir», advierte.

Satanás reconoce que la vuelta a la vida de civil será complicada. «Siento que me falta algo. Me he acostumbrado a la guerra y en ella me siento más tranquilo», sentencia. Es algo que cuesta entender, porque describe feroces combates en los casi ocho años que lleva embutido en su uniforme.

Recuerda el del aeropuerto Kulbakino: «Utilizaron primero la Fuerza Aérea para bombardearnos, y luego lanzaron multitud de paracaidistas apoyados por drones 'Kamikaze' y 'Orlan-10', que les sirven para corregir el tiro. Fue una carnicería». Pero lo que a él más le duele es la pérdida de vidas civiles. «El día 24 de febrero tuvimos el primer enfrentamiento con los rusos cuando nos atacaron con artillería e infantería en Nova Kahovka. Cayeron muchos compañeros y otros fueron capturados. Pero lo que me acompañará siempre es la muerte bajo un puente de una madre y su hijo pequeño», señala.

Dormir tres horas al día

A pesar de ello, su meta aún es llevar lo que denomina 'una vida normal': casarse con su novia, formar una familia y abrir una cafetería. Para eso último ya ha dado los primeros pasos en la trinchera, porque es el encargado del puchero y quien ha dado un toque personal a la cocina con un letrero luminoso de colores en el que se lee 'Café'.

Pero reconoce que no será fácil adaptarse. La vida en las trincheras es la que le hace sentir cómodo, a pesar de que el último día que durmió más de tres horas fue el 20 de febrero. «Hacemos turnos de un máximo de dos o tres horas, lo mismo que los rusos. Si el enemigo no duerme, nosotros tampoco», comenta mientras despierta a los compañeros que descansan en las literas del dormitorio para que saluden. Para ellos, el estruendo de los misiles parece haberse convertido en una nana.

Hace un calor asfixiante y el aire es denso, pero tampoco importa lo más mínimo. Uno de los compañeros de Satanás incluso se encoge de hombros y asegura que la guerra no le ha cambiado la vida. Ya se ha acostumbrado a vivir como un topo, permanentemente agachado para no golpearse la cabeza en el kilómetro de longitud de la trinchera y con el casco y el chaleco antibalas siempre puestos. Todos reconocen las carencias en su lucha, pero ninguno concibe perder la guerra. Al contrario, están convencidos de que recuperarán incluso el territorio que ya les ha arrebatado Vladimir Putin.

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