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Jesús Jiménez
Jaén
Domingo, 15 de diciembre 2024, 23:07
El reloj marca las nueve de la noche en la ciudad de Jaén. Es un día de diciembre como otro cualquiera, los vecinos se dan prisa por acabar los últimos recados y regresar a la calidez del hogar. No todos tienen tanta suerte, los hay ... que su techo no es más que un par de cartones, unas mantas raídas y una pared que protege del viento, y su colchón el frío asfalto; temporeros de la aceituna que vienen a buscarse la vida.
En el parque de las Bicicletas aparecen dos furgonetas. Son de Cruz Roja, cargadas hasta arriba de material humanitario. Mantas, chaquetones, zapatillas, chubasqueros y botellas de agua para las personas sin hogar. En los vehículos un equipo de voluntarios, Ramón, Silvia, Carmen, Nelu, Nouredinn y Guillermo, que esta noche tratarán de ayudar a todas personas posibles. «De media podemos atender a un centenar de migrantes, en los pueblos hasta más», explica Ramón
Nada más bajarse de los vehículos aparece un joven, Yasin, de 28 años de edad. No quiere cámaras ni fotos, pero está dispuesto a hablar: su situación es difícil, ya no puede quedarse más en los albergues y lleva días durmiendo al raso en el parque. «Prefiero estar solo, en grupos puede haber problemas. No conozco nada, es mi primera vez en Jaén, vine porque un amigo me dijo que había mucho trabajo».
Los voluntarios aún están atendiendo a Yasin cuando aparece una pareja pidiendo ayuda. Miguel y Rosa llevan varias noches durmiendo «en las olivas», porque consideran peligroso hacerlo en el parque. «Yo vine con trabajo para la aceituna, pero de dormir en la calle sufrí una pulmonía y buscaron a otro. Ahora necesitamos ayuda de quién sea, aunque sea para dormir calientes», implora.
Los voluntarios entregan la ayuda a la pareja y les asesoran sobre los albergues. Tras ello, es hora de volver a los vehículos y trasladarse a la siguiente zona. Ramón es el encargado de trazar el itinerario y ha seleccionado puntos 'calientes', como la zona del auditorio, cajeros y la estación de autobuses, que es la siguiente parada.
Mientras los conductores aparcan los vehículos, Silvia, la voluntaria más joven, se emociona al recordar sus primeras salidas. «Con el tiempo te acostumbras un poco, escuchas historias personales muy duras. Pero nunca se va del todo ese pellizco, al llegar a casa no puedes dormir, no paras de darle vueltas a lo que te han contado», relata.
«Autobús con destino Úbeda va a efectuar su salida», anuncia la megafonía en la estación. Parece haber pocos migrantes en los bancos, no más de media docena, a los que se dirigen los voluntarios. Hay problemas de comunicación, pocos dominan bien el idioma, aunque entre gestos y la ayuda de los compañeros entienden que se les ofrece ayuda.
Surge un nuevo problema. Para recibir el material tienen que identificarse, pero no todos disponen del documento en físico. Vale con tenerlo en el teléfono; un chico se acerca, apenas chapurrea el castellano, y muestra su móvil. La pantalla en negro y el mensaje claro: no tiene batería. «Duermo en la calle, no lo puedo cargar», consigue pronunciar. Por suerte, sí dispone del billete de autobús con el que ha llegado, y en él si está identificado; con eso valdrá.
«En la estación es donde más gente suele haber. Van buscando autobuses para los pueblos donde creen que hay trabajo, pero llegan tarde y tienen que esperar», explica Ramón. Y es que la capital es el epicentro de la llegada de migrantes, que luego se van repartiendo por todo el territorio provincial.
Según van entregando la ayuda se corre la voz y cada vez aparecen más, tantos que los voluntarios no dan a basto. La carga de los vehículos queda muy reducida, comienzan a faltar algunos números de calzado o chaquetas. El motivo de esta confianza es simple, cuando estas personas llegaron a España recibieron la ayuda de Cruz Roja, y ahora «es ver un chaleco rojo y saben que les queremos ayudar», detalla Ramón.
Este año la campaña de aceituna es buena, y por eso hay más migrantes en la calle. Mamadou es uno de ellos, lleva trabajando cinco años en España, incluso en un barco pesquero en el País Vasco; paradójico que domine el euskera pero no tenga papeles.
«Venimos a trabajar, en España hay gente buena que nos ayuda y que nos da trabajo. También hay gente mala que se aprovecha de nosotros, yo llevo cinco años y no tengo la residencia. Y hay gente que nos tiene miedo, que se cambian de calle cuando se cruza con nosotros. Solo queremos ganarnos la vida», explica Mamadou con lágrimas en los ojos.
A pocos pasos Guillermo se toma un respiro. Es su tercera salida y ejerce el papel de intérprete por su dominio del francés. «Hice Traducción e Interpretación y quería ayudar de alguna manera. Además de las salidas, también doy clases de español para extranjeros, al menos para que se defiendan, que puedan ir a hacer la compra o a pedir trabajo», explica.
La tranquilidad se quiebra por unos gritos a pocos pasos de una de las furgonetas. Lamentablemente las peleas no son inusuales, y dos agentes de la Policía Local se ven obligados a intervenir para poner fin a la disputa. Uno de los protagonistas, con un paso vacilante que delata su estado de embriaguez, se acerca repetidas veces al vehículo para pedir ropa.
La respuesta es negativa, ya se le entregó el material la semana pasada, y si entregan más habrá otros que no podrán recibir la ayuda. «Un número importante de personas que viven en la calle sufren enfermedades mentales o alcoholismo, Cruz Roja ayuda a todo el mundo pero llegamos hasta donde alcanzan nuestras posibilidades», detalla Ramón.
Se ha hecho tarde. Son más de las 10 de la noche, y la salida se ha convertido ahora en un contrarreloj. A partir de las 22:30 la labor es más difícil: comienzan a encontrar a los temporeros ya dormidos, y entonces es difícil que les presten atención. Por ello, al montarse en los vehículos descartan las zonas más alejadas y seleccionan el próximo destino: el auditorio de la Alameda.
Allí comienzan una batida por el exterior del recinto. Primero encuentran a una pareja de jóvenes ocupada en sus quehaceres; falsa alarma. Después hallan unos cartones apilados. Es un indicio de que alguien ha dormido allí, pero no hay seguridad de que vaya a volver, así que lo anotan para añadirlo al itinerario y vuelta a los vehículos.
Queda poco tiempo, así que deciden acudir a algunos portales concretos. No encuentran a nadie, lo que es buena señal, según la conductora Carmen. «Es mejor salir y no tener que ayudar, eso significa que hay menos gente pasándolo mal. Ojalá esto no fuera necesario».
«A veces me pregunto que te lleva a ayudar y creo que la respuesta es que le da significado a ser seres humanos, echar una mano a los más necesitados. Y también es una dosis de realidad, te permite relativizar tus problemas, ver que las putadas que te pasan no tienen tanta importancia en comparación con lo que sufren estas personas», relata Carmen.
El reloj ya sobrepasa las 10:30 y es el momento de volver. Sin embargo, Ramón sugiere una idea: hay una casa abandonada en un polígono industrial en que subsaharianos suelen dormir durante la aceituna. No hacen falta más palabras, todos se suben a los vehículos una vez más y se dirigen al lugar.
En la zona comprueban que el camino, que discurre por las olivas, es intransitable para los vehículos. Iluminando con las linternas, descienden por una pendiente hasta llegar a la casa, aunque más que casa es una caseta. Dos golpes en la puerta, y una voz responde.
Es un hombre, de 40 años de edad, aunque por su delgadez podría pasar por un chico de 20; su apellido, Balde. Convive con otros tres temporeros, aunque esa noche solo están dos y el otro se niega a salir. Balde sí acepta la ayuda, la necesita, y recorre con los voluntarios el camino al vehículo.
«Llevo varios años trabajando en España, en cualquier cultivo», afirma con un excelente uso del castellano. «Ahora estoy trabajando aquí en la aceituna. El jefe nos recoge por la mañana y nos lleva a las olivas. Lo que gano se lo envío a mi familia, ellos no saben que estoy viviendo casi en la calle», relata Balde.
Los voluntarios le entregan la ayuda y lo acompañan de nuevo a la casa, con la promesa de traer más ayuda para sus compañeros. Son más de las 23:00, y ya sí es momento de regresar, pero antes hay que determinar el día y el lugar de la siguiente salida. «Por desgracia, durante esta época siempre hay personas que necesiten nuestra ayuda», afirma Ramón.
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