Una de las profesiones más demandadas después del confinamiento es la de 'diyei', alguien con dos platos de música y un mezclador, que ofrece ritmos monótonos a un elevado volumen, para que unos jóvenes muevan la cabeza de manera acompasada mientras beben en grupo. El ... invento no es nuevo, ya que nos retrotrae a milenios atrás, como recordaba en uno de sus últimos discos Jorge Drexler. Como humanos hemos tenido la costumbre de bailar en la cueva, a oscuras, venidos arriba por sustancias líquidas, sólidas o gaseosas. En mi adolescencia y primera juventud acudíamos para tal fin a un lugar que denominábamos 'El agujero negro', donde el 'diyeie' simplemente era 'el de la música'. Como ven, resultábamos muy prosaicos y poco cosmopolitas. Allí, cada uno apoquinaba lo suyo. No había necesidad de tomarse cinco o seis copas, incluso la cerveza se estilaba como lo preponderante, tan sólo con derecho a compartirse en el banco de un parque. Cuando se encendían las luces blancas, desalojábamos y los propietarios se encargaban de limpiar y desinfectar.
El encuentro en la cueva, como si pasáramos del Paleolítico al Neolítico, ha sufrido una inversión y lo que hubiese significado una evolución ha supuesto una involución, la toma de espacio público donde no se respetan las mínimas normas sociales de civismo y se bebe de manera desaforada, con música estridente y un reguero-estercolero tras la finalización del encuentro, con una especie de altanería que considera que papá y mamá pagan impuestos para que les recojan sus mierdas. Con la que está cayendo, en forma de vidas humanas, con la economía, que es nuestro pan, tan frágil y filo hilo que se puede romper tras un nuevo confinamiento. Y la principal preocupación de algunos jóvenes es beber en grupo y jugar a la ruleta rusa del contagio.
Desde el Gilgamesh – que data del 2500 a. C. – , en los poemas egipcios y griegos o en la epigrafía funeraria romana se ha mencionado el binomio que el disfrute y la juventud conllevan, aunque no sabemos de sus cáscaras, de ese reguero de inmundicias tras su encuentro. Echemos mano de Mario Benedetti, que lo entiende todo el mundo y está libre de tufo rancio, para reflexionar un poquito: «¿Qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de rutina y ruina?/ ¿Cocaína? ¿cerveza? ¿barras bravas?/ Les queda respirar, abrir los ojos/ descubrir las raíces del horror,/ inventar paz así sea a ponchazos,/ entenderse con la naturaleza,/ y con la lluvia y los relámpagos y con el sentimiento y con la muerte,/ esa loca de atar y desatar/». Parece que se entiende casi todo, salvo el último verso.
Parece mentira que la policía deba estar sancionando botellones con el peligro que por activa y por pasiva se ha transmitido que suponen, no sólo para los asistentes, sino para sus seres más cercanos. Resulta muy triste que se deba recurrir a la multa para entender un argumento tan simple y solidario. Y siguen.
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