Un puesto del Rastro de Madrid. Guía Repsol
Mi papelera

El Rastro, España y yo

Somos un país experto en sobrevivir cuando vienen mal dadas. Pero capaz de transformarse en consumista hasta las trancas en cuanto toca La Primitiva

Adela Tarifa

Jaén

Miércoles, 15 de enero 2025, 23:17

Estamos en la cuesta de enero y parece que no llega nunca la nómina del mes. Sin embargo, solo hace unas semanas, tras echar la casa por la ventana en Reyes, tirábamos a la basura antiguallas domésticas sustituidas por aparatos de nueva generación. Por ejemplo, ¿ ... alguien quiere en su casa hoy una vieja radio, un espejo barroco o una lámpara de cristales colgantes de los abuelos? Pues resulta que sí las quieren los que están hartos de oler a IKEA. Sí, hoy algunas de esas piezas desfasadas son objeto de deseo entre coleccionistas. Algunas alcanzan precios astronómicos en tiendas exclusivas Vintage del Rastro madrileño. Lo cual me trae a la memoria una genial canción que compuso Patxi Andión dedicada al paisaje y paisanaje de ese gigantesco mercadillo de la Villa y Corte que nos retrata.

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Cuando estoy un domingo en Madrid me voy de Rastro. Más que a comprar, a observar. Aunque a veces también me acerco a un puesto si algo me trae recuerdos. Lo que pasa es que en el Rastro hay que dominar el arte del regateo que yo no acabo de aprender. Además, como me ha explicado alguna vez Juan Eslava, no solo genial escritor sino extraordinario sociólogo y antropólogo, al Rastro se debe ir temprano para encontrar tesoros valiosos. Seguro que aprendería mucho de él si fuera madrugadora y le acompañara, pero toda la vida se es lo que se nace. Unos nacen golondrinas y madrugan y otros nacemos búhos y trasnochamos. Por eso lo que acabo comprando en el Rastro, aparte de libros de segunda mano, son chorradas como un viejo tablero de Damas, algún cuadro evocador, una jaula antigua o un rosario, junto a un velo de los que usaban nuestras madres para ir a la iglesia. ¿Y para qué quiero eso yo viviendo en un piso moderno? Pues para llevarlo a la casa de mis padres del pueblo, que me está curando morriñas del ayer.

Resulta que la única herencia material que recibí de mis padres fue una casa vieja en la Alpujarra, con cámara incluida y atestada de chismes. Unos 20.000 kilos de desechos, según el precio que nos cobraron para trasladarlos a punto de reciclaje, salieron de esa cámara antes de empezar la rehabilitación. Es que nuestros antepasados no tiraban nada. Pero entre toneladas de basura rescaté objetos que me recordaban tiempos felices. Así hoy mi cámara se ha convertido en mini museo que podría llamarse «tal como fuimos», con piezas que alguna vez vi utilizar a mi familia. Desde un candil de aceite y un picador de almendras para los embutidos de la matanza a la artesa de los amasijos, un bolso de calle que usaba mi abuela María los domingos, el bastidor donde me enseñaban a bordar, sin éxito, y varios objetos que reflejan aquella mentalidad impregnada de religiosidad popular. Con estos últimos recuerdos he montado en mini oratorio, que incluye el reclinatorio de mi madre. Para él destine ese rosario y el velo de misa del Rastro madrileño, dado que ambas piezas no las localicé en los baúles de mis antepasados.

Así mis paseos por el Rastro madrileño, en los que nunca recorro la Rivera de Curtidores, que es un mercadillo sin espacio para la sorpresa, cumplen doble función: entrar en el túnel del tiempo y contrastar el ayer y el hoy. Luego vuelvo a casa con cualquier cosa antigua, varios libros y muchas reflexiones sobre lo visto y escuchado entre callejuelas repletas de chamarileros que todo lo venden al mejor postor. Y entonces es cuando me doy cuenta de que somos como siempre fuimos: el país de la picaresca. Donde Lázaro se come las uvas de dos en dos creyendo que engaña a su ciego y tirano amo, quien no necesita vista para reconocer el embuste. Somos un país experto en sobrevivir cuando vienen mal dadas. Pero capaz de transformarse en consumista hasta las trancas en cuanto toca La Primitiva. Nuestra capacidad de adaptación, nuestra habilidad para travestismo y el camuflaje es infinita. Somos camaleones capaces de pasar de la obediencia ciega al líder despótico a la rebeldía inmediata por una chorrada que cuestione el amor propio. Somos a la par rebaño e individuos. Amamos y odiamos en segundos, y con la misma facilidad mudamos de voto por hechos insignificantes o comulgamos con ruedas de molino y mentiras colosales siempre que siga funcionando lo de pan y circo. Hemos pasado de comunicarnos con sonidos de caracolas y señales de humo al móvil de penúltima generación. Y digo penúltima porque si usted piensa que en los pasados Reyes le regalaron un reloj indigente y una la freidora de aire saludable se equivoca. Así que vaya escribiendo ya su carta para 2025 porque esos regalos de hoy irán al Rastro mañana, trasnochados. Se ponga como se ponga, en pocos meses usted y yo estaremos anticuados. Así que amigo mío, haga lo que le pida el cuerpo y no se prive del huevo frito con puntillitas en la sartén de aceite de toda la vida, sin aire. ¿Es que no recuerda que hace tres siestas los médicos aconsejaban no comer sardinas y hoy nos las venden en pildoritas por lo del Omega3? Va a vivir lo mismo, pero será más feliz.

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