Agosto. Es un agosto que extrañamente es más insólito que otros agostos en este pueblo grande, en esta ciudad pequeña del sur que es Andújar, asentada en el valle del Guadalquivir tan flamígero por momentos; pebetero espejado en la frontera de Sierra Morena, tornasol de ... caminos. Tórrida en el profundo estío, lo que hace que la población adopte unas singulares actitudes asimiladas de generación en generación, un talante que aunque ya los tiempos lentos del pasado en el pasado se quedaron, mantiene un redondo hilo conductor de remembranza que se desmenuza en tantas cosas del día a día cotidiano. Si uno lo piensa, estos días del verano son la esquematizada metáfora de la ciudad que huye de sí misma y al mismo tiempo epicúreamente se mece en su ensueño y reverencia su obstinado soliloquio de meliflua identidad. Es agosto, la vida se ralentiza, se encoge, se desmaya y aletarga, especialmente en las horas ardientes. Y así, esta genética se convierte en circunstancia 'sine qua non' para vaciar los tiempos antes concurridos, ocupar la dispersión y percibir y transitar locuazmente por otros oteros con más resuello ahora, propios de tempraneros, noctámbulos o disolutos, con todas sus variantes. Al mismo tiempo, la población por propias decisiones y circunstancias por ella decididas no es destino más o menos llamativo de turismo estival. Algún que otro forastero, pero poco más. No hay enjundiosas convocatorias, imaginativas, claro, que en medio del cráter veraniego siembren vientos que asperjen nuevos derroteros. Gran cantidad de vecinos toman las de Villadiego. Unos buscan lugares alejados de playa o turismo de interior. Muchos recalan en las Viñas, esa local jauja que alimentó definitivamente el desarrollismo del siglo pasado, haciéndola panacea de un singular andujanismo costumbrista. Así, en agosto, Andújar es un océano hecho lago, un árbol desnudo deslumbrado por el fragor silencioso de su incandescencia, una voz sin palabras propias. Cuando uno camina por la calle puede sentir el retumbar sus pasos, notar el sudor de la acallada brisa de la historia, oír el susurro de los viejos versos de la urbe poliédrica, la de los grandes compromisos sociales y políticos, la humanista e ilustrada, y auscultar los ecos estremecidos de la ciudad al doblar las esquinas de la antigua judería, al desembocar en lo que fue la Andújar medieval. Por el contrario, y este año especialmente, las calles se ven salpicadas por rostros que en principio parecen desconocidos, pero que de pronto uno cae en la cuenta de que estos que pasan a tu lado son andujareños que se marcharon hace años y que intermitentemente vuelven para visitar a la familia, para sentir los sones profundos de la idiosincrasia local. Ayer mismo en la plaza de abastos me llamó la atención un viejo compañero de instituto que hacía décadas que no veía. Y hablamos de la Andújar de ahora, de la Andújar sempiterna, de la Andújar que se marchó.

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Sí, este agosto es más raro que de costumbre. La incertidumbre abruma a unos y a otros. Las punzadas en todos los ámbitos se siguen sintiendo. El cascabel de la serpiente continúa sonando, y ella sigue zigzagueando entre nuestras cuitas y desmanes. Aunque esta mañana mientras tomaba café sentado en la terraza de un bar en el corazón mismo de la ciudad, sentí dentro un pellizco y, sin que hiciera aún un calor alienante, reparé en que una voz celada me hablaba. Era la Andújar eterna la que por un instante me ofreció un alegre concierto de colores, me decía que ella consiste en un infinito deseo al borde del todo. Me dijo que quería darle otros nombres a su historia y reconstruir su tiempo. Y en secreto me susurró el anuncio de que la mañana que tiene que suceder renovará el antiguo pacto entre la realidad y el deseo nimbado de certezas.

Es agosto y espera la noche su conjuro. Andújar se dibuja en la calima y toma la forma de un manantial recién creado mientras alborota su breviario. La andujanía, me dice, es causa expuesta, dolorosa y sin límite, un amor brioso y desnudo, nutricio en la angostura que te deja al borde del vértigo, al borde de la más infinita felicidad hecha guijarro del pueblo. Ya digo, este agosto es demasiado extraño. Y yo, escribiendo sobre el espejo del crepúsculo.

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