La máquina de salchichas

Centrarse exageradamente en el propio mundo interior, sin cuidar el interés y el entusiasmo por la vida y el mundo en derredor puede resultar desventajoso y desalentador

Agustín Moreno Fernández

Lunes, 24 de julio 2023, 21:52

El exceso de pensamientos en bucle, que no van a ningún sitio, o tienen como foco demasiada atención a uno mismo, resulta perjudicial. La estéril reflexión redundante, la preocupación que obsesiona, recibe el nombre de rumia, como el no dejar de masticar. Un escenario incierto ... está entre aquello que más nos inquieta, sobre todo si incluye algún mal imprevisto. Pero no podemos saber cómo se desenvolverá una situación, por mucho que tratemos de valorar y pronosticar al respecto. Esto pretende enseñar la historia del anciano labriego cuyo hijo desapareció en las montañas, respondiendo al pésame de sus vecinos: ¿buena suerte?, ¿mala suerte?, ¿quién sabe?, al igual que cuando le felicitaron por su inesperado triunfal regreso con caballos salvajes. O cuando, posteriormente, se lamentaron por la rotura de la pierna de su vástago tratando de domar uno de ellos. Incluso, nuevamente, cuando su convalecencia le libró de ir reclutado a la guerra estallada en el país. ¿Buena o mala suerte?, ¿quién sabe?

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No es complicado optar entre unas opciones más favorables que otras. Sí lo es cuando las alternativas se sitúan en un balance de ventajas e inconvenientes que se nos presenta simétrico, con el consiguiente quebradero de cabeza. Un atolladero ante el que quizás evitar el peor de los males, agotarse sin decidir, nos ayudaría a contentarnos con una u otra elección. Pues puede que no reparemos en la suerte de que en las dos hay elementos buenos. El asno de Buridán tenía delante suya, a la misma distancia, dos montones iguales de heno. Incapaz de elegir de qué montón comer murió hambriento.

Centrarse exageradamente en el propio mundo interior, sin cuidar el interés y el entusiasmo por la vida y el mundo en derredor puede resultar desventajoso y desalentador. Es lo que le sucedió a la máquina de hacer salchichas referida por Bertrand Russell. Perdió el afán por su alimento natural, el cerdo, y dio de lado al embutido. Se volvió hacia sí misma para estudiar su propio mecanismo que, ya sin funcionar, le resultó cada vez más absurdo y vacío, incapaz de reconocer para qué servían sus piezas, sin ofrecer el producto que sabía fabricar y para el que estaba hecha.

Otras veces nos detenemos mucho observando y enjuiciando a los demás. Nos embrollamos dándole al coco si lo presenciado choca con nuestros puntos de vista, con dificultad para cambiar de tercio. Un monje oriental, acompañado por un hermano religioso, se vio en la tesitura de ayudar a una hermosa mujer en aprietos para atravesar un río y a quien, para lograrlo, cargó a sus espaldas. Transcurrido largo tiempo de lo acaecido el otro monje no cesaba de reprocharle lo que para su regla era algo censurable, obteniendo finalmente una respuesta: «Tras asistir a la mujer la dejé en la otra orilla. Tú, aún la llevas a cuestas».

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Frente al exceso de pensamiento también cabe pecar por defecto («Una vida no examinada no es digna de ser vivida», defendió Sócrates). El ímpetu por la acción no debería librarnos, en lo posible, del discernimiento. Ni este hacernos olvidar lo preciso o impostergable de actuar y decidir de acuerdo con él («Quien aplaza vivir (sensatamente) es como quien espera que se agote la corriente del río para cruzarlo», escribió Horacio). La ineludible aceptación y vivencia de la realidad de la vida, sus hechos y acontecimientos, tampoco deberían evacuarse de las decisiones ni del pensamiento. Para Kierkegaard, «la vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que debe ser experimentada». Y, como él hizo, también pensada, eso sí, en un buen equilibrio.

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