En nuestra sociedad tecnológica la palabra aplicación ha desarrollado una nueva acepción con el significado recogido en la RAE de programa preparado para una utilización específica, como el pago de nóminas, el tratamiento de textos, etc. En este sentido, aplicación es cada vez más usado ... y aparece con la abreviatura app, que forma parte del nombre de una de las más populares: Whatsapp.
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Cada servicio público, corporación, departamento administrativo… ha ido generando sus apps e instando al usuario a instalarlas en su teléfono móvil u ordenador, teóricamente, para evitarle trámites que se pueden gestionar directamente, sin necesidad de desplazamientos ni pérdidas de tiempo.
Sin embargo, cuando ya tenemos la memoria de nuestros cacharros electrónicos repleta de apps, nos damos cuenta de que, en muchos casos, lo que hemos hecho ha sido trabajar nosotros en vez del empleado correspondiente y además usando nuestros propios aparatos, en lugar de que lo hagan los empleados con los dispositivos de la empresa. Pedir número para una consulta médica, consultar movimientos bancarios, conocer los resultados de análisis clínicos, saber cuándo pasará por la parada el próximo autobús o la programación de un teatro son asuntos que el usuario hace con su teléfono. Entiéndase que los hace él mismo, cuando hasta hace poco alguien se ganaba su salario haciendo ese mismo trabajo y que si se desea la copia impresa, la gestionará el propio usuario por sus medios, cuando eso siempre ha sido cosa de la empresa en cuestión.
De esta forma, hemos asumido tareas ajenas y nos gastamos nuestro dinero en cartuchos de impresora mientras el banco, la compañía médica o el comercio se ponen de perfil. Sería cuestión de cuantificar el tiempo y el dinero que empleamos en asumir funciones que no eran nuestras pero que las apps han convertido en responsabilidad del usuario. Tal vez habría muchos más empleados, más puestos de trabajo que le estamos ahorrando a bancos, a compañías comerciales y empresas que se frotarán las manos al ver lo contentos que estamos asumiendo nuestras nuevas obligaciones y nuestros nuevos gastos. ¡Eso es progresar!
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Yo recuerdo ir hace décadas a sacar dinero al banco y encontrarme en la oficina a un montón de empleados, cada uno con una robusta máquina de escribir. Allí me actualizaban la libreta o me hacían el documento que yo les solicitaba. No queda nada de eso: ahora una oficina bancaria tiene seis o siete empleados, cada uno con su ordenador, pero lo paradójico es que el cliente sigue esperando el mismo tiempo que en los setenta, y que cuando protestas por la tardanza te aconsejan descargar la app, que es tanto como decirte que molestes menos. Lo mismo con otra serie de gestiones, para las que, desde la pandemia, tienes además que haber concertado una cita previa.
Yo sigo yendo a mi banco a que me actualicen mi cartilla y cuando el empleado me dice que por qué no me descargo la app correspondiente, le sonrío con cara de estúpido y él me actualiza los datos (como suelo tardar, se acumulan y le llamo a la gestión que me escriba el Quijote). Una de las últimas apps que me he conocido es el área privada del cliente, a la que entras usando una contraseña (¡una más!) y allí encuentras facturas, pruebas médicas, calendario de citas… según se trate de una compañía médica, una empresa comercial, un servicio público… No suelo tragar: me hago el indocumentado, pongo cara de póker, así que sigo pidiendo copia impresa de mis pruebas y facturas o el resguardo de la cita previa para no olvidarla. Lo hago cada vez más convencido de que no deberíamos consentir, en nombre de una supuesta disponibilidad, que nos obliguen a descargar apps. Está muy bien aprovechar las ventajas de la tecnología, por lo que intento diferenciar aquellas aplicaciones que están a mi servicio, para facilitarme la vida, de aquellas otras que solo benefician a determinada corporación y además me ocasionan trabajo y gastos, por insignificantes que parezcan. No me gusta que me tomen el pelo. Ni siquiera de forma tan aplicada.
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