Estábamos en la escuela, tal vez haciendo problemas o canturreando la tabla de multiplicar, y súbitamente nos llegó, entre los pitidos del micrófono acoplado, la ... voz del charlatán, que había aparcado su camión en la cercana plaza. Era un sonido ratonero conseguido con un equipo de alta infidelidad con más batallas que el Cid Campeador.
Don Rafael, el maestro de aquella escuela unitaria, tascaba la lengua en un gesto de fastidio, pues sabía que nos íbamos a desconcentrar y que iba a ser difícil retomar la disciplina de la clase. Nos llegaban las frases de aquel hombre, que solía venir una vez al mes con su camión, que no abandonaba ni siquiera de noche por miedo a los robos y a tener que vérselas con la Benemérita, lo que había hecho surgir la sospecha de que el charlatán llevaría encima algún pecadillo de cuando la guerra:
—Distinguidas señoras y señoritas: las novedades de Juan Manuel Pérez han llegado a esta localidad. No pierdan la oportunidad de comprar al precio más asequible sin que ello signifique menoscabo en la calidad del género. Señoras, señoritas, les ofrezco un amplio surtido en bragas, sombrillas, bolsos, sostenes, blusas, cintas para el pelo, pañuelos para el cuello, así como en artículos de menaje del hogar y complementos, todo importado del extranjero. Prácticamente regalado todo, que Juan Manuel Pérez les trae la última moda sin pensar en hacerse rico. Pasen por la Plaza del Generalísimo hasta las 12 y media. Después, si me queda género, me asentaré en el solar de La Muralla, donde los precios estarán incluso más rebajados. Ya saben: hagan sus economías con Juan Manuel Pérez.
El mercado de abastos, muy próximo a la plaza, empezaba a despejarse, con gran disgusto de los dueños de los puestos de verdura, carne, casquería o pescado.
—¡Ya ha venido el del baratillo a quitarnos el pan, el muy cabrón! —dijo muy contrariado Eloy, el carnicero, hombre de conocidos arrebatos violentos.
Las amas de casa se atropellaban en la salida del mercado, queriendo todas llegar las primeras o al menos poder aproximarse al camión y ver de cerca la mercadería del hombre del baratillo, al que hacía mucho que se le conocía como 'el charlatán'.
Este iba exponiendo sobre el camión la ropa, los huevos de madera para zurcir calcetines, las vajillas de loza, empaquetadas entre paja, los paraguas de señora, todos de un vivo colorido, los orinales –él establecía una sutil diferencia entre los de ocho meadas y los de doce meadas–, los cucharones de madera con agujeros para filtrar la salmuera de las aceitunas… Todo un paraíso de ofertas que generaban miles de sueños baratos entre aquellas mujeres. Una vez trajo cacharros de cocina, pero de plástico de colores. Irrompibles, según él garantizaba.
Cuando las señoras estuvieron a un paso del camión, inició su venta, siempre apoyada en una imparable perorata:
—Se acerca san Juan, señoras, así que vamos a ver qué les regalan a sus maridos. Para facilitarles la decisión, les ofrezco esta bellísima pluma estilográfica, directamente llegada de Norteamérica —y sacando un paquete de papel en blanco empezaba a escribir frases y repartía aquellos folios entre el público, antes de seguir con su pregón:
—Y no la vendo ni por seis duros, ni por cinco, ni por cuatro: será de sus maridos solo por 17 pesetas, señoras. Una auténtica ganga. Y para las primeras doce señoras que digan «para mí», una rebaja extra de un duro. Se llevan esta soberbia pluma –estilo de África– por solo 12 pesetas.
Siempre había alguien que se llevaba la primera –según se sospechaba, era la coima del charlatán, que hacía de gancho– y enseguida había algunas que picaban. Un solo instante después empezaba a sacar boinas o pantalones de pana, calzoncillos largos, camisas de cuadros o cajas de pañuelos, para pasar a continuación a venderles medias, ropa interior, pañuelos de cuello y hasta coquetos abrigos «de los que siguen la última moda de París».
Esos días de venta ambulante, los chiquillos del pueblo faltaban a la escuela por la tarde, porque sus madres habían tardado más de la cuenta en terminarles la comida, entretenidas por la verborrea y los artículos que el charlatán les había traído, «exclusivamente para ellas». No pasaba nada si los niños faltaban una tarde al colegio. Total, los maestros dedicaban las tardes a rezar el rosario o hacer las flores, si era el mes de mayo. Se sentían íntimamente satisfechas por las atrevidas bragas transparentes que habían comprado, casi secretamente, para conseguir la elegancia de las chicas francesas y darse un capricho, que sin duda se merecían y que agradecerían sus maridos.
A la hora de la comida, el charlatán recogía sus bártulos y el camión desaparecía por la parte alta del pueblo, camino de la siguiente localidad donde desplegaría en rigurosa exclusiva, sus maravillas. La triste vida de la posguerra propiciaba tristes sueños baratos.
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