Entre los testigos mudos de nuestro pasado está ese pequeño montón de viejas agendas que guardamos en un cajón y que de cuando en cuando, de manera inopinada, surgen para darnos un golpe en la conciencia de nuestro ayer, para contarnos quiénes y cómo fuimos. ... Nunca nos hemos decidido a deshacernos de ellas porque son el mudo notario que nos recuerda quiénes fuimos, qué amigos tuvimos, qué teléfonos marcábamos con la obsesiva frecuencia de los enamorados, a qué direcciones postales enviábamos nuestras cartas y postales, qué esquinas marcamos como un territorio propio de espera en el mapa de nuestra vida.
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Siempre pretextamos que solo las conservábamos por si algún día necesitábamos reencontrarnos con alguien de nuestro pasado, ese pasado lleno de situaciones que hoy nos avergüenzan, nos confunden o nos traen recuerdos ambiguos.
La realidad es que los teléfonos anotados en mis viejas agendas no sirven desde hace muchos años; que las situaciones que asocio a la época de cada agenda están superadas o no cabe posibilidad de arreglarlas; las direcciones postales ya solo están habitadas por viejos fantasmas y por gente desconocida que ha llegado mucho tiempo después de que nosotros desapareciéramos de esos domicilios, de esas experiencias, de aquella vida, de la que han pasado, y eso es lo que nos cuentan en secreto las agendas, varias décadas.
Cualquier tarde, buscando otra cosa, abres un cajón y atadas con una vieja cinta, aparecen. No te resistes y les echas un vistazo: aquella chica que te gustó y se fue del pueblo ni recuerdas adónde; teléfonos que usaron un sistema de marcación en desuso desde hace más de 30 años; nombres que ni siquiera reconoces; casas que se vendieron cuando la familia amiga se mudó a la ciudad… y te ves a ti mismo con 40, 50 o 60 años menos, hecho un adolescente fervoroso de hormonas, esperando ver pasar a la chica que te gustaba (a mí me gustaron demasiado demasiadas), a los amigos que tenían tus mismas rutinas y tus mismos horarios, y se te forma un nudo en la boca del estómago al recordar la necesidad de irte para siempre de aquel pueblo que, aunque era el tuyo, te asfixiaba y te sientes culpable de haber dejado atrás tantos fragmentos de quien fuiste, de quien crees haber superado, casi olvidado, si no fuera por haberte encontrado con las seis o siete agendas viejas, llenas de nombre de amigos y familiares que ya no están.
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Es el momento en que piensas en tirarlas, el mismo momento en que, inexplicablemente decides dejarlo para otro momento y haces de nuevo el atado con las pequeñas libretas para unificar los datos y arrojar tu pasado a la basura en un momento más adecuado, un momento que, lo sabes perfectamente, no va a llegar hasta que alguno de tus hijos las tire a la basura cuando ya no estés aquí. Es la resistencia del pasado a desaparecer, a hacer borrón y agenda nueva.
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