En estos días vuelvo a tropezar con un hálito espeso y casposo. No sé, tal vez será por ese runrún que nos ha recordado el affaire del rey emérito y la vedette que nos lleva a un sonajeo de honda tradición de monarcas y patricios, ... de cortesanos aduladores y caciques crápulas que han salpicado esa otra historia de la España profunda con sus braguetas conspicuas, sus jactancias feudales y su trilerismo de guante blanco ante una grey plebeya que no merecía una mirada de igual a igual. Parece que en algunas cosas no hemos alcanzado azoteas altas y nos queda un sesgo anacrónico, sombrío. Por supuesto hemos dejado atrás mucha caspa, mucho costumbrismo burdo, pero seguimos teniendo metida en los tuétanos patrios una idiosincrasia extemporánea, tosca, que cuesta arrancar. Mucho de la España berlanguiana, del país de Pepe Gotera y Otilio, sigue asaltándonos a diario. Muchas cosas siguen desprendiendo un olor a cerrado o se muestran con trazo grueso, si no soez.
No me cabe duda de que España es un país brillante, pero carga con un importante lastre histórico. Sigue mirando una buena parte de la realidad desde la profundidad de la 'caverna', sigue alentando el relato del esperpento valleinclanesco. Un 'ruedo ibérico' donde detrás de lo bufo, lo grotesco, lo cómico y lo absurdo se vislumbra siempre una situación dramática. Esa frontera indecisa entre tragedia y farsa es el armazón sobre el que Valle construye el esperpento. De este modo, la desventura de España se convierte en espectáculo inquietante pero zafio. El esperpento, esta realidad desatinada, chusquera, ya existía en el pálpito popular. Lo que hizo Valle-Inclán, años después, fue convertirlo en literatura. Describir la España exagerada de una forma sublime.
España, la España siempre hiperbólica, tan irritable, tan suspicaz; la de que el Apocalipsis siempre son los otros, ha sido cuna de genios capaces de lo mejor y de personajes capaces de lo peor. El español es un pueblo que pierde mucho la medida. Dicen que el canciller de hierro alemán, Bismarck, definió a España como la nación más fuerte del mundo, ya que lleva siglos tratando de destruirse, y aún no lo ha logrado. Es una cita que define el afán autodestructivo del país en los dos últimos siglos, pero de la que no hay documentación alguna de que la pronunciara el estadista alemán. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón, dijo Antonio Machado antes de salir cabizbajo al exilio, a Colliure, y allí morir de pena. La España de los dogmáticos guardianes de la moral, la nación más papista que el papa. La España del franquismo sociológico, la de 'Los santos inocentes', la de las películas de suecas y señores bajitos de pelo en pecho, o las de Paco Martínez Soria; la de los chistes de Arévalo; el país de los pelotazos, de tantos y tantos ilustres pelagatos.
Y aunque La Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona, en 1992, dieron un verdadero pistoletazo de salida a la modernidad y a una vivencia más plena de la democracia, aún nos queda mucha caspa que barrer. Siguen los sesgos del nacionalcatolicismo, siguen a pleno pulmón muchos desvergonzados reyes del birlibirloque, los caraduras institucionales, los tiralevitas, los que se ponen (y se les deja) por encima del bien y del mal. Siguen erre que erre la hipocresía social, el victimismo manipulador, el incivismo, los que se creen casta dominante que desde sus tribunillas tratan de imponer su doctrina (la única). Sigue expandiéndose, como una mancha de aceite, una cultura tergiversada e insustancial, llena de vacuo perifollo.
Sí, la caspa sigue ahí, ninguneando la razón, el sentido común, la libertad, la tolerancia, el civismo, la ética, la educación política. Mientras, seguimos mirándonos en los espejos del Callejón del Gato, blandiendo el esperpento.
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