La realidad más que nunca origina espectáculo y ruido. Y todo ese espectáculo transcurre en un único acto, inmediato, rápido e inmoderado. No hay tiempo para una representación sensata. Todo lo llena un ruido estridente, un bramido contra la razón, un griterío que llena todos ... los espacios y que todo lo fagocita. Y en medio, un clamor de deseos que se quieren hacer realidad a cualquier precio.
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En 1936 Luis Cernuda publicaba la primera entrega de 'La realidad y el deseo', título bajo el que fue reuniendo toda su poesía, que acabaría en 1963. El poeta y su obra mantuvieron una pugna conceptual desde la distancia a veces insalvable, a veces endiablada, que existe entre la realidad y el deseo, entre lo que hay y lo que queremos. «Entre los otros y tú, entre el amor y tú, entre la vida y tú, está la soledad», dejó escrito. El deseo es inherente al ser humano. Para unos es una necesidad interna consciente. Para algunos da sentido a la vida, para otros es la causa final del sufrimiento.
Para Platón los deseos se contraponen a la razón, y los divide en necesarios e innecesarios. Para el estoico Zenón era una de las cuatro pasiones, junto al temor, el dolor y el placer. Tomás de Aquino postuló que el deseo puede ser sensitivo o racional, nos sirve para buscar algo que no poseemos, y que sea bueno o malo dependerá del objeto hacia el que lo dirijamos. Para Descartes es una agitación del alma, para Locke la ansiedad ante la ausencia de algo que nos deleite. Spinoza habla de que los deseos son la esencia misma del hombre. Proust llega a decir que el deseo nos fuerza a amar lo que nos hará sufrir. Y Nietzsche: «Llegamos a amar el deseo, y no el objeto del deseo».
Ahora, en esta sociedad tan líquida y ególatra vivimos excitados en un permanente frenesí de deseos que convertimos en inalienables derechos. Es un aquí y ahora nietzscheano. Nuestro exacerbado y personalista devenir a través de las redes sociales, el descarnamiento de la cultura, el cambio en las formas de consumo donde cada vez más necesitamos un excitable y vehemente deseo al que alimentan esas grandes corporaciones de comercio electrónico (especialmente una) metáforas de la instantaneidad universal: todo lo que deseas lo tienes prácticamente ya.
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La sociedad del deseo, que nos enajena de nuestra esencia comunitaria y que por su gran poder y ahogada visión, se consume a sí misma. Hay deseos lícitos como puede ser alcanzar un mejor nivel social mediante el trabajo y el esfuerzo, o un mejor nivel cultural. Pero hay otros que son ilegítimos, inmorales, como, por ejemplo, comprar la voluntad de las personas a base de dinero. Convertimos los deseos en derechos. Así, se quiere hacer pasar por derecho todo aquello que el dinero puede pagar. El ejemplo, y su discusión, están ardientes estos días. Es ya un viejo debate el de los vientres de alquiler que comenzó en los años setenta en Estados Unidos y a principios de los ochenta aterrizaba en Europa, y al que hemos mirado de perfil hasta ahora.
La polémica está abierta, política, ética y socialmente; bulle y remueve conciencias. Si convertimos la vida en algo donde todo es susceptible de especulación económica, ¿qué nos queda como sociedad? El deseo nos nombra.
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