Hay días en que todo parece hermoso y bello y otros en que el horizonte se torna aciago y malcarado. Pero lo más habitual es que andemos entre claroscuros. Pensando esto me pregunto sobre qué inspira la luz y qué espira la sombra. Nos lastramos ... con preceptos que prescriben la dicotomía entre lo bueno y lo malo, que nos dictan los cánones de la belleza, la perfección y lo admirable. Si contemplamos los Caprichos de Goya, podemos percibir un hilo conductor que es la yuxtaposición de figuras bellas y grotescas. Goya nos muestra las dos caras de la misma moneda, dos caras que se convierten en una; sin una de ellas la esencia y la realidad, no pueden comprenderse. Se trata de entender la dualidad misma de la percepción. Dualidad, sí, pero no dicotomía. El mismo Shakespeare nos dirá que nada es ni bueno ni malo si no lo hace así nuestro pensamiento. El compositor y crítico Johann Scheibe llegó a escribir: «La música de Bach carece totalmente de belleza, de armonía y, sobre todo, de claridad». Aunque en vida el Greco tuvo un importante éxito, tras su muerte y durante varios siglos fue un artista postergado porque no seguía los cánones establecidos. Se le consideró un desequilibrado mental y un mal dibujante, «pintor de los espectros, de torpes manos». Hasta el siglo XIX no se vuelve a reconocer su genialidad.
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Aristóteles afirmaba que la fealdad es una forma más de belleza. En esta tónica se pronunciaría Plutarco que elogió la fealdad asegurando que el arte requería «diversidad». A su vez Plotino definió la belleza como un todo armónico cuyas partes, tomadas por separado, resultan feas. Tras su Historia de la belleza, Umberto Eco escribió en 2007 Historia de la fealdad, un profuso y detallado repaso a las distintas manifestaciones y «cánones» de la fealdad a través de los siglos. Eco nos viene a decir que los conceptos de bello y de feo están en relación con los distintos periodos históricos y las distintas culturas, pero que en definitiva ambos conceptos se entremezclan, se necesitan, se funden. Así, tenían razón las brujas que en el primer acto de Macbeth gritan: «Lo bello es feo y lo feo es bello».
Hoy preferimos transitar un mundo donde el bien y el mal, lo sublime y lo infame, lo genuino y lo falso, estén nítidamente definidos, separados entre sí. Necesitamos una vida donde tomemos las decisiones sin imbuirnos en el difícil ejercicio de intentar comprender. A esta tendencia incapacitadora la llamó Étienne de La Boétie la 'servidumbre voluntaria'. El filósofo y sociólogo Zygmunt Bauman en el discurso que pronunció al recibir el Premio Príncipe de Asturias 2010 de Comunicación y Humanidades hablaba de Cervantes, como lo hizo también Milan Kundera, señalando que Cervantes envió a Don Quijote a rasgar los velos hechos con trozos de mitos, estereotipos, máscaras, prejuicios y conclusiones previas. Nos enseñó el camino de salida que nos aleja de esa servidumbre, presentando el mundo en toda su cruda, difícil, pero liberadora realidad, una realidad con multitud de interpretaciones y muy pocas verdades absolutas. Este es nuestro destino en un universo donde las únicas certezas son las dudas: intentar comprendernos a nosotros mismos, intentar comprender a los demás, dejarse invadir por los acordes del día y los surcos de la noche. Sólo es siniestra la trinchera, nuestra indiferencia, nuestra pulsión falsaria, nuestra claudicación, nuestra iniquidad y los espinos de nuestra razón. Necesitamos la mirada cervantina.
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