Ideal

Las palabras y su ser

Cada vez más usamos una ambigua neolengua orwelliana que engaña, huye de la verdad, nos intenta domesticar en un universo de razones desvirtuadas.

Alfredo Ybarra

Jaén

Martes, 26 de noviembre 2024, 22:28

La espiral de crispación que vivimos en tantas partes hace que en las redes, en medios de comunicación, en la política…, haya palabras que a fuerza de ser repetidamente mal empleadas y muchas veces alevosamente, están terminando por perder poco a poco su esencia y ... vitalidad. En vez de surgir como vibrante ariete de la comunicación, alma del pensamiento y de la sensibilidad, pululan como tábanos opacos. Hay tantas interferencias, tanto menosprecio de lo preciso y cierto que no recibimos de lleno el mensaje o percibimos solamente un aspecto del contenido de muchas palabras; las sentimos como monedas gastadas y las perdemos cada vez más como signos vivos.

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Nos encontramos en momentos en los que faltan ideas, falta ejercicio del pensamiento mientras el panorama se llena de palabras hechas humo, adormidera, balas, máscaras; a las que se les hurta su fundamento.

Las palabras tienen una importancia fundamental. Convocan o desmovilizan a las personas, emocionan, estimulan; son sombra y luz, raíz y fruto. Carlos Varela lo canta: una palabra no dice nada y al mismo tiempo lo esconde todo. Las palabras se cuidan, se protegen, se llenan de contenido, en función del nivel de coherencia entre lo que enuncian, prometen o evocan y lo que en su nombre se hace en realidad en un determinado contexto. La verdad no cambia, la diga el filósofo o el labrador, el creyente o el ateo, el juez o el reo, pero según con qué palabras venga ataviada una misma verdad te llevará al cielo o al infierno.

Las palabras constituyen la mismísima materia de nuestra realidad, que será una u otra dependiendo de que utilicemos una u otra palabra, o de que empleemos una palabra de tal o cual modo. La frase «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» del filósofo Ludwig Wittgenstein guarda una gran verdad. Con nuestras formas de expresión no solo decimos cosas, sino que nos relacionamos con el mundo y con los demás. Con el lenguaje hacemos cosas: exaltamos, insultamos, seducimos, nos comprometemos, herimos. Nuestro lenguaje nos relaciona con el mundo. Pero cada vez más usamos una ambigua neolengua orwelliana que engaña, huye de la verdad, nos intenta domesticar en un universo de razones desvirtuadas. Nuestras palabras están vivas no porque signifiquen mágicamente algo por ellas mismas, sino porque con ellas vivimos. Son una cuestión moral. Por eso es decisivo cuidar no solo lo que decimos, sino cómo lo decimos.

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Nuestras palabras y nuestras acciones están entretejidas. Damos órdenes, relatamos un suceso, contamos un chiste, cantamos, traducimos de una lengua a otra, deducimos, discutimos y una infinidad de actividades distintas más que hacemos con palabras. Las palabras y las acciones en las que se insertan constituyen un ejercicio de lenguaje en el que se dotan mutuamente de sentido. La sabiduría consiste en aprender a comprenderlas desde dentro dándoles su verdadero valor y naturaleza. Hoy son muchas las palabras que los impostores de la verdad llenan de veneno, pero también están en las altas cumbres las palabras que libaron Homero, Virgilio, Ovidio, Horacio… Dante, para enhebrar sus versos.

Por eso no podemos olvidar la necesidad de contar con un pensamiento crítico, con un conocimiento contextual y con una voluntad de alerta cívica. Lo sintetiza magníficamente Juan Ramón Jiménez en su poema El nombre exacto de las cosas: «¡Inteligencia, dame/el nombre exacto de las cosas!/Que mi palabra sea/ la cosa misma».

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Una reflexión crítica, profunda, de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle a la palabra su sentido más hondo, deshollinar esas palabras que manoseamos sin examinarlas desde dentro, sin sentirlas desde adentro, sin vivirlas desde lo más recóndito de nuestro ser. Ya lo dijo Juan Luis Vives, que no hay espejo que mejor refleje la imagen del hombre que sus palabras.

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