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Nos prometen futuros paradisíacos, hechos de igualdad inclusiva o, por el contrario, de recias glorias patrias. O el empoderamiento permanente. O evitar siempre los recortes y las crisis. Este es un país para las utopías. Cada cual la suya.
Al diseñar tan excelsos porvenires no ... cuentan las circunstancias objetivas, pues se supone que todo depende de la voluntad. Buena parte de la concepción española de la política dependen de esta convicción, en esto lo mismo da que sea derecha o izquierda. Quizás se libre el centro, no por equidistante sino por realista y menos fantasioso.
Los que diseñan nuestro futuro no pecan de moderación. Son la pandilla de iluminados que nos inventan futuros esplendorosos. No les importa que la ciudadanía pase de extremismos bolivarianos, pues lo ve ajenos y enloquecidos. Pese a ello, nuestras izquierdas auténticas imaginan traernos esa revolución fustigando a los ricos para empoderar a los pobres.
Por el otro lado: la evidencia de que, salvo el frenesí independentista, la gente común no tiene reparos con el diferente, no frena las invectivas antiinmigración, ni soñar con un país culturalmente puro (y cutre) y plantearlo como ideal. O la utopía de Madrid, nunca imaginada: dar becas a los ricos, subvirtiendo el sentido común, pues siempre se usaron para favorecer la igualdad de oportunidades, no para lo contrario.
Las utopías fascinantes anidan entre nosotros. Sus mentores piensan que todo va al gusto.
Los proyectos utópicos nacionales tienen algunas características singulares. Parten del 'querer es poder', frase estimulante para la autoayuda, pero que aquí se entiende en su literalidad. Como los profetas quieren cosas muy diferentes, antagónicas entre sí, cada cual imagina que si se impusiesen sus querencias llegaríamos a la felicidad. No por la concurrencia de distintas propuestas sino por el desarrollo de la propia. El utópico ve el pluralismo como un desastre.
Las utopías nacionales son revolucionarias, pero poco. Proyectan grandes rupturas, pero aspiran sobre todo a que volvamos a antes de la crisis y de la pandemia. Quieren lo de ahora, pero empoderados, inclusivos y sin algunos inconvenientes. Es decir, eliminando la inflación –un buen revolucionario lo considera viable a partir del voluntarismo– y repartiendo subvenciones a troche y moche. O expulsando inmigrantes y poniendo a trabajar en el plástico a otros tantos progres, que se enteren de lo que vale un peine. Todo sencillo y sin riesgos.
Sin grandes ambiciones, la utopía española es una utopía poco utópica, como de andar por casa.
Todo da en liviano, pero la gran ilusión del utópico patrio no es el resultado final, sino el camino. Aquí la revolución está más idealizada que la sociedad salida de la revolución No se sueña con el mundo que saldrá de la guillotina sino con el aguillotinamiento. Gusta preparar ejecuciones, construir el patíbulo, localizar al traidor y al flojo, verles la cara de susto. También se ambiciona gritar con entusiasmo cuando cae la cabeza. Hay cosas que unen mucho, incluso si las revoluciones y utopías son mediáticas.
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