Indiferentes
Pensemos por un momento en la paradoja que supone enfadarnos por cosas nimias, cuando hay tantos asuntos importantes que exigen a gritos una respuesta, (...)
Ana Moreno Soriano
Sábado, 7 de diciembre 2024, 23:03
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Ana Moreno Soriano
Sábado, 7 de diciembre 2024, 23:03
Hace muchos años, cuando era estudiante universitaria, asistí a una charla de un sacerdote jesuita y, entre otras cosas, habló de la indiferencia. Yo, una joven que aspiraba a transformar el mundo –algo de lo que no he desistido con los años, afortunadamente- me removí ... en el asiento, busqué la complicidad de una compañera de las que llevaban escrito en los apuntes la frase de Terencio «Nada humano me es ajeno» y las dos esperamos el turno de preguntas para expresar con convicción y arrogancia, e incluso con un punto de insolencia, que no queríamos ser indiferentes a nada y repasamos el catálogo de ocasiones en las que era necesario nuestro compromiso.
El sacerdote, sabio por conocimiento y por experiencia, nos escuchó con atención y nos animó en nuestro entusiasmo, haciéndonos entender que no estaba hablando de 'pasotismo' –sonrisa por nuestra parte al escuchar la palabra que se estaba introduciendo entonces, sobre todo entre jóvenes-, ni tampoco quería hablarnos de los estoicos griegos, sino todo lo contrario: trataba de no hacer el juego a muchas asechanzas del sistema que nos desviaban de lo importante –del compromiso, como decíamos nosotras- y nos hacían estar pendientes de cosas que no merecían tanta atención; naturalmente, explicó muy bien que no se trataba de cantidad porque, como dice el Evangelio de San Lucas, «quien no es fiel en lo poco, tampoco lo será en lo mucho», sino de calidad y que no merece la pena prestar atención a asuntos que nos distraen y entretienen, pero sobre todo, nos roban tiempo y trabajo para luchar por las cosas que de verdad deben importarnos y ante las que nunca debemos mostrarnos indiferentes. Mi amiga y yo sonreímos complacidas, con la ingenuidad de haber dado un vuelco a los argumentos del sacerdote pero, en realidad, éramos nosotras quienes estábamos comprendiendo que el compromiso es demasiado serio, que es necesario reservar las fuerzas para luchar por lo que verdaderamente importa y que mostrarnos indiferentes ante muchas cosas superfluas nos hace más libres.
Muchas veces he recordado ese momento y he pensado en el sentido que le daba aquel sacerdote a la palabra indiferencia y que puede ser una especie de antídoto contra el consumo y también contra la seducción de los argumentos y de las palabras que se meten en nuestra vida, porque no somos capaces de decir que ni nos mueven ni nos conmueven y que, en definitiva, no nos importan. Pensemos por un momento en la paradoja que supone enfadarnos por cosas nimias, cuando hay tantos asuntos importantes que exigen a gritos una respuesta, una respuesta organizada y contundente ante la realidad que nos golpea y ante la que demasiadas veces nos encogemos de hombros y mostramos la mayor indiferencia, cuando es en esas situaciones en las que tenemos que mostrar nuestra indignación, dejando a un lado las pequeñas trifulcas que no dejan de ser absolutamente estériles.
La indiferencia puede entenderse como lo contrario del compromiso, pero ser indiferentes es también el resultado de saber discernir, de saber separar el grano de la paja, de mirar el mundo con ojos amorosos y, desde luego, con sentido crítico y con libertad, porque es así como entendemos lo que nos une, lo que nos hace crecer y avanzar. Cuando el pensamiento líquido todo lo relativiza, los argumentos racionales parecen cosa del pasado, la verdad se confunde con la posverdad y la adhesión a unas ideas trata de sustituir la participación democrática para construir un mundo más justo, se confunden ideas y palabras y un ejemplo es que 'revolución' se ha utilizado en la publicidad de una marca comercial y en el proceso revolucionario como camino a la utopía. En estos dos casos, yo sé cuándo soy indiferente y cuándo me siento comprometida: es mi forma de saber de qué hablo cuando hablo de libertad.
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