La lengua es un organismo vivo, que cambia con el tiempo, que incorpora nuevas voces, que despoja de significado a una palabra o la dota de otro, que crea nuevas formas para nombrar la realidad. Todo esto lo sabemos y también sabemos que, en cualquier ... caso y aunque el signo lingüístico sea arbitrario, el lenguaje nunca es inocente, como ya dejó escrito Lewis Carroll hace más de siglo y medio: «Las palabras significan lo que el poder quiere que signifiquen; eso es todo».
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Pienso que el mundo de las palabras es apasionante, por lo que dicen y por lo que callan, por lo que ocultan y revelan, e indagar en la historia de un término lingüístico nos da muchas claves para entender la realidad, para saber por qué el poder preconiza unas palabras y margina otras, para indagar en las contradicciones de la Historia.
Hoy quiero hablar de la palabra 'reconocimiento', un sustantivo derivado del verbo 'reconocer' que significa «conocer de nuevo», teniendo en cuenta que 'conocer' es 'saber', pero no saber individualmente, sino 'junto a', 'en compañía', como indica la preposición 'com'; toda esa carga semántica la encontramos en la palabra 'reconocimiento' que une a todo lo anterior el sufijo 'miento' y que indica acción o resultado y, por lo tanto, no puede extrañar que este término se emplee en Filosofía como un concepto relacionado con la justicia, porque es la necesidad de los seres humanos de ser reconocidos en igualdad, de no ser tratados como ontológicamente inferiores. Lo emplea la filósofa Ana de Miguel y lo distingue de 'aprobación', que significa desde 'consentimiento' y' beneplácito' hasta 'venia' o 'permiso'. La diferencia, a mi juicio, está clara, y es el sentido de la justicia al que alude la autora de Ética para Celia y que nos compromete a no considerar a nadie inferior, a entender que sus derechos son tan sagrados como los nuestros y a luchar porque esos derechos puedan ser ejercidos por todas las personas en todos los lugares del mundo. No se trata de entender que en el mundo hay personas diversas, sino de mantener ante todas ellas la actitud de reconocimiento que se merecen, sin la discriminación y los prejuicios que las marginan, ignoran, invisibilizan y las golpean en su dignidad. Sin embargo, esto ha ocurrido a lo largo de la Historia y se manifiesta en las contradicciones de clase y de género, pero también en las diferencias territoriales, culturales, religiosas, por orientación sexual, por ser jóvenes o viejos; en la dominación y explotación que unos países ejercen sobre otros, en la depredación de los recursos naturales sin escuchar la voz de la Tierra. Y es que, igual que la sociedad está construida en masculino –ya lo explica brillantemente Simone de Beauvoir- también está escrita desde la clase explotadora que, en este momento histórico, es la clase capitalista y que evoluciona hacia formas cada vez más agresivas: hay un nuevo capitalismo que se alinea con la derecha de tintes fascistas, el que cuestiona incluso los valores democráticos de décadas anteriores, porque la democracia solo es buena si sirve a sus objetivos; ése es el poder que aplica distintas varas de medir a Donald Trump, a Nicolás Maduro o a Netanyahu; el que cuestiona e incluso amenaza a los medios de comunicación y hace de la mentira la coartada para que nadie crea en nada, para acabar con los sueños de un mundo mejor; el que insulta a las mujeres que luchan y sufren la violencia patriarcal; el que cuestiona los avances científicos y niega el cambio climático; el que, en definitiva, practica unas formas de no reconocimiento que atentan contra la libertad de los seres humanos. Por eso es tan importante reconocernos en igualdad y en las diferencias; no solo como un compromiso moral, sino como una acción organizada para avanzar en derechos y para profundizar la democracia.
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