Es sabido que nuestra generación creció al ritmo de Elvis Presley, Los Beatles, Rolling Stone, Simon y Garfunkel, la música folk, la canción de autor, la nueva trova cubana y todas las canciones maravillosas que nos han acompañado a lo largo de varias décadas y ... son parte de nuestros recuerdos, las canciones que nos cantamos y contamos para dar cuenta del pasado y vivirlo de nuevo. En esa mezcla de ritmos y palabras, siempre me ha gustado de forma especial la canción francesa, no sé si porque era el francés el idioma que estudiábamos en bachiller, por la cercanía del país vecino, por los ecos del Mayo del Sesenta y Ocho o por todo un conjunto de sensaciones que nos hacían pensar en Francia como el país de la libertad, de la cultura y de la poesía. En los años sesenta y setenta, escuchábamos canciones -algunas cantadas y compuestas muchos años antes, pero que descubrimos entonces- y las traducíamos e incluso nos atrevíamos a cantarlas en francés, porque las voces de Ives Montand y de Jacques Brel, de Françoise Hardy y de Edith Piaf, de Georges Brassens y Moustaki, de Mireille Mathieu y Marìe Laforet, sabían transmitir con autenticidad el amor y el dolor, la nostalgia y el olvido, la esperanza y los sueños.

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'La vida en rosa', de Edith Piaf, es una de esas canciones que forman la banda musical de mi vida, uno de los más bellos himnos de amor de todos los tiempos y que hoy me ayuda a reflexionar sobre el color de la vida, dicho en términos metafóricos… La vida, ay, que no es siempre de color de rosa, pero tampoco es el valle de lágrimas del que nos hablaron durante años; quedemos mejor, con Antonio Machado, en que es un camino que vamos haciendo y en el que nos encontramos dificultades y logros. Lástima que muchas voces nos animen a andar ese camino en solitario y a enfrentar desde el individualismo cada una de los obstáculos, armadas, eso sí, de eso que se ha dado en llamar el pensamiento positivo y que carga sobre nuestras espaldas la resolución de todos los problemas. Para mí está claro que el esfuerzo personal es insustituible, pero vivimos en un modelo social en el que se cruzan las contradicciones de clase y de género y sabemos que no todas las personas tienen las mismas oportunidades desde que nacen; la alternativa no está en que cada cual se enfrente con su mejor actitud a los problemas, sino en construir lazos de solidaridad para luchar de forma colectiva por mejorar la vida, porque no podemos enfrentarnos individualmente a la pobreza, ni al cambio climático, ni a las guerras, ni a las migraciones, ni convencernos de lo bien que nos van las cosas y constatar al mismo tiempo las desgracias que afligen al mundo, unas desgracias que tienen un origen y una causa, aunque con frecuencia vemos solo las consecuencias.

Dice la socióloga Eva Illouz que el capitalismo crea grandes bolsas de miseria emocional y esa miseria no se combate con pensamiento positivo, sino con la cercanía entre los seres humanos: con amor, con ternura, con cuidados, con una relación de interdependencia que produce confianza y alegría, que genera esperanza, que nos da convicción y fortaleza. No podemos negarnos la tristeza, ni dejar de indignarnos ante la injusticia, ni pensar que la felicidad depende solo de nuestra actitud y nuestra voluntad, no solo porque es bastante ingenuo, sino también imposible: la conquista de un mundo nuevo es una tarea colectiva, el fruto de muchas voluntades y de muchas luchas desde la lealtad, la comprensión y la síntesis superadora. Por eso creo, más bien, que hay que mezclar los colores, como en la paleta del pintor, y conseguir el rosa de una vida en la que podamos vivir libres, amar y ser felices, mezclando el rojo de los derechos políticos y sociales con el blanco de la paz. Sin olvidar el verde y el violeta.

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