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No hay nada como recibir la primavera con una buena nevada repentina. Ningún placer comparable a quemarte la piel en pleno invierno. Qué mayor espectáculo ... que contemplar la sequía de los humedales, la inundación del desierto, los polos derritiéndose como nuestro futuro.
Marzo no trajo flores y brisa tibia en la provincia de Granada, sino este desconcierto de no saber en qué mundo vivimos ni en qué fecha estamos. Máquinas quitanieves en la zona norte. Gotas heladas en colinas verdes. Vendavales en costas apacibles. Árboles blancos como una navidad equivocada. Las discusiones en torno al evidente cambio climático parten a menudo de una pérdida de tiempo y energías. En lugar de pelearnos por determinar hasta qué punto ha influido la estrepitosa intervención del ser humano en el caos ecológico del Antropoceno (que por algo se llama como se llama), lo más saludable para nuestro planeta y sus necios habitantes sería que nos concentrásemos en los desórdenes que objetivamente está sufriendo, tenga quien tenga la culpa, para tratar al menos de amortiguar sus brutales efectos. Hoy la sensatez empieza a parecer revolucionaria.
«La primavera besaba suavemente la arboleda», susurró Antonio Machado a principios del siglo en que nací. Apenas un siglo de distancia: un abismo. «Va loca de soles y loca de trinos», acotó Gabriela Mistral sobre tan colorida época del año. Lo único que nos queda de aquellos versos es la locura, que permanece invariable a lo largo de la historia. Tratando de no resbalarme en el suelo escarchado, me asomo al mirador de La Calahorra. Observo la torre primaveral y nevada de la iglesia de Nuestra Señora de la Anunciación: estilo mudéjar majareta. Ya se acerca el abril de las bufandas y los catarros. Si Vivaldi reviviese un ratito, en vez de componer una memorable obra de arte inspirada en los matices del clima, me temo que se bajaría de un salto en la siguiente estación.
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