«Prohijó una generación inigualable de maestros de la filosofía del derecho, que también lo han sido míos».
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Pablo de Lora
No fue mi caso ... de modo directo, porque no tuve como maestro a ninguno de ellos, por lo que la ausencia de Elías Díaz me ahorra una dolorosa sensación de orfandad; pero no ha dejado de despertar en mí arraigados recuerdos de admiración, alegría y amistad.
Fui de los muchos que, al final de los sesenta nos concentrábamos en consolidar nuestra azarosa trayectoria profesional, aplazando –en mi caso, monárquico juanista por herencia familiar– hasta la consumación del 'hecho biológico', el interés por la vida pública. No dejábamos, sin embargo, de admirar a los que cantaban las verdades, exponiéndose a la marginación académica, a experimentar un estado de excepción en un alejado pueblo andaluz, o a 'ampliar estudios' en una lejana universidad extranjera.
Estoy seguro de que, de todo ello, lo más doloroso para Elías Díaz fue el ostracismo al que, por considerarlo rojo, lo condenó durante años otro Elías –este, de apellido– cuando su tarea universitaria y el eco suscitado por sus publicaciones le hacían claro merecedor de la cátedra. De ahí que mi admiración se convirtiera en alegría cuando mi maestro –que también tuve la suerte de tenerlo…– Nicolás López Calera, con José Delgado Pinto y Felipe González Vicén, ajenos todos ellos a la actividad política, pero empeñados en limpiar de lacras el mundo académico, protagonizaron un legendario concurso oposición, en el que otorgaron la merecida cátedra a él y a Juan José Gil Cremades, otro de los marginados por el seudo homónimo emperador de la asignatura.
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La reacción de este no fue escasa. Intentó, según ha reconocido uno de sus amados discípulos, que el entonces presidente Carrero anulara la oposición –así funcionaba aquello…–, pero la ETA preterintencionalmente acabó haciéndolo imposible. Tuvo que conformarse con plantear una querella criminal a mi maestro, que –como era de justicia, que también la había, en según qué cosas…– acabó en agua de borrajas.
Tiempo después, tras años con los concursos paralizados en la asignatura, les tocó a Elías y a Gil Cremades estar en un tribunal al que nos presentamos más de una decena de aspirantes; algunos de relevancia, tanto académica como política: Gregorio Peces Barba, Juan Ramón Capella o Luis García San Miguel. Fui uno de los beneficiados de la justicia del veredicto.
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Más tarde me tocaría a mí, por ser ya el más antiguo, presidir un tribunal de habilitación de siete miembros, escogidos todos por sorteo, que juzgaban en exigentes ejercicios públicos a casi una decena de aspirantes. Me llenó, lógicamente, de alegría protagonizar un sistema que yo mismo había logrado sacar adelante en mi etapa parlamentaria. No sería malo pues duró tan poco. Se vería sustituido por unas acreditaciones clandestinas, que culminan en presuntos concursos a plazas con nombre y apellidos, a las que se presenta un solo aspirante. Mi satisfacción se vio colmada, en aquella ocasión, cuando las dos plazas en juego fueron precisamente –votos al canto– para dos destacados discípulos de Elías.
Mi último y ya lejano encuentro con él fue en una amistosa comida a dos, en la que tratamos de temas universitarios. No me extrañó que me contase su dura experiencia como testigo telefónico del asesinato de Tomás y Valiente por ETA. Lo que yo no esperaba es que nuestra conversación se viera interrumpida por una llamada telefónica desde Granada. Se me informaba de que el comando Andalucía de ETA, en plena actividad en esos momentos, había asesinado a mi gran amigo Luis Portero, fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia andaluz. El mismo Jaime Mayor, entonces Ministro del Interior, me había informado de que habían encontrado a miembros de dicho comando recortes prensa con mi fotografía, aconsejándome prudencia. Afortunadamente, tuve más suerte, porque mi obligada alternancia semanal entre Granada y Madrid, no les hacía tan fácil controlarme.
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No hace mucho, María Luisa Espada, esposa del fallecido López Calera, me preguntaba –dada la común amistad– por Elías Díaz. Éramos conocedores de su grave enfermedad, pero no esperábamos vernos tan pronto privados de ese amigo, universitario ejemplar.
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