El mundo al revés
Antonio Gil de Carrasco
Lunes, 16 de octubre 2023
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Antonio Gil de Carrasco
Lunes, 16 de octubre 2023
Al amanecer del sábado 7 de octubre, centenares de jóvenes israelíes apuraban las últimas horas de una macrofiesta al aire libre, que les había tenido bailando toda la noche. Nadie podía suponer la masacre que se les venía encima: cientos de palestinos armados derribaron las ... barricadas fronterizas entre Gaza e Israel y mataron a sangre fría a más de un centenar de jóvenes asistentes a aquella macabra fiesta, secuestrando también a más de un centenar de ellos. Además, entraron en numerosas localidades y Kitbutz israelíes donde sembraron el pánico entre sus residentes. Llegaron incluso a tomar el control de una céntrica estación de policía en la ciudad fronteriza de Sderot. Fue realmente dantesco.
El potente ejército israelí y los extraordinarios servicios de inteligencia del Mosad no fueron capaces de prevenir aquella catástrofe. Algo ciertamente inconcebible. La Unión Europea, a través del comisario de Vecindad y Ampliación, el húngaro Oliver Várhelyi, anunciaba la suspensión de las ayudas a Palestina por este hecho, desmentida después por el portavoz de la Comisión Europea, Eric Mamer. Incluso la icónica revista 'Playboy' se posicionaba al suspender el contrato de la ex actriz porno e influencer Mia Khalifa, de origen libanés, por mostrar su apoyo a la causa palestina en redes sociales, asunto que le podría costar caro en su carrera.
Estas noticias fueron el inicio de una cascada de adhesiones al Estado de Israel, unidas a una cascada de descalificaciones contra Palestina, en las que, a mi modesto entender, olvidaban los ataques indiscriminados sufridos de los israelíes a lo largo de décadas, dando la imagen de una guerra de David (un pueblo con piedras y armas, casi artesanales), contra Goliat (uno de los ejércitos tecnológicamente mejor dotados del mundo). Desde la proclamación unilateral del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948, y la desbandada del pueblo palestino, ante el feroz avance de los israelíes, la guerra ha estado presente en la zona. Los palestinos han exigido por activa y por pasiva el derecho de retorno a su tierra, asunto que siempre ha encontrado la negativa israelí. Los Acuerdos de Oslo de 1993 firmados entre el Gobierno de Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), diseñados para ofrecer una solución permanente al conflicto palestino-israelí, delimitaban claramente las fronteras entre Israel y Palestina, proponiendo la creación de un Estado Palestino independiente, que diera lugar a una época de paz y estabilidad en la zona. Sin embargo, estos acuerdos nunca se implementaron. La llegada de colonos israelíes estableciéndose ilegalmente en territorios palestinos, empeoró la situación hasta llegar a la barbarie actual.
Como director del Instituto Cervantes de Tel Aviv, tuve la experiencia de vivir en Israel entre julio de 2002 y noviembre de 2004, durante la segunda intifada y asistí con horror a una serie de atentados injustificables por parte palestina, y a unas réplicas desproporcionadas por parte israelí. Un auténtico infierno. En Ramallah, durante esa época, asistimos como observadores a algunas manifestaciones de palestinos en las que pedían una mejora de sus condiciones de vida. En una visita a Jericó vimos fruta y verduras esparcidas por el suelo. Preguntamos por qué no las recogían. Nos respondieron que era absurdo: no podían enviarlas ni siquiera a Ramallah –a menos de 25 km–. La ciudad, debido a la Intifada, estaba cerrada por el ejército israelí.
El día que visitamos Hebrón, apenas había gente en las calles cuando el bullicio y los ruidos siempre son omnipresentes en esa ciudad. Nos dirigíamos al casco viejo, a la Tumba de los Patriarcas, un recinto religioso de más de dos mil años de antigüedad utilizado como mezquita y sinagoga y considerado el edificio de oración más antiguo, de manera ininterrumpida. Allí, las tres tradiciones monoteístas veneran tres parejas bíblicas: Abraham y Sara; Isaac y Rebecca; y Jacob y Lea. Teníamos que atravesar un estrecho callejón, muy particular. Todo el trayecto estaba cubierto por una red de contención, sujeta a ambos lados, para proteger a los palestinos de las basuras que los colonos, que vivían en la parte alta, arrojaban continuamente para desalentarles. El objetivo final era ahuyentarlos de la ciudad. Recorriendo el callejón sentimos una sensación extraña. No había nadie. Al mirar hacia arriba, vimos la red llena de objetos de todas clases. De pronto, vimos correr a un niño que nos miró con miedo. Recordé la masacre del 25 de febrero de 1994, ocurrida precisamente allí y perpetrada por el colono israelí Baruch Goldstein, quién disparando indiscriminadamente durante el rezo, segó la vida de 29 musulmanes, muchos de ellos niños, e hirió a ciento veinticinco.
Quería visitar a Yasser Arafat. Por lo que en febrero de 2003, viajé a Ramallah acompañado de mi esposa. Llegamos poco antes del mediodía y nos sobrecogió la imagen de destrucción que presentaba el complejo de la Muqataa –sede de la Autoridad Nacional Palestina– tras el ataque realizado por el ejército israelí entre marzo y junio de 2002, como respuesta a acciones terroristas. Los escombros de los edificios habían quedado amontonados como colinas. Eran al mismo tiempo, recuerdo y amenaza. Entramos en lo que quedaba en pie del edificio principal del complejo donde residía Arafat. Nos pasaron a una habitación en la que había una mesa, una silla, un armario y un colchón de goma espuma contra la pared. Nos dijeron que era el lugar donde dormía el Rais: un habitáculo, de no más de 10 metros cuadrados, de una sencillez extrema.
Media hora después, entramos en un despacho mucho más grande. Allí nos recibió un hombre de aspecto cansado, demacrado. Parecía enfermo. Nos ofreció una gran sonrisa. Le acompañaban tres o cuatro colaboradores. Tras una charla de cuatro o cinco minutos, el jefe de gabinete de Arafat dio por terminada la audiencia. Nos colocó para una foto conmemorativa de la visita. Nos dijo que en realidad Arafat era un prisionero, inmovilizado en la Muqataa.
Me propuse entonces, recabar la información de un personaje esencial en ese proceso y entrevisté a Shlomo Ben Ami, ex embajador de Israel en España, diputado en la Kneset desde 1996 y ministro de Interior y de asuntos exteriores en el gobierno laborista de Ehud Barak. Su prestigio era tan grande que, incluso tras perder el partido laborista las elecciones, Ariel Sharon le ofreció seguir en el gobierno. Shlomo Ben Ami, no aceptó el ofrecimiento. Al preguntarle su opinión sobre el conflicto palestino-israelí me dijo: «Antonio, en la actualidad la única forma de solucionar el conflicto sería que los Estados Unidos y la Unión Europea delimitaran las fronteras de Israel y Palestina y obligaran a ambas partes, incluso con el uso de la fuerza, a respetarlas». Le pregunté cómo no había hecho esa propuesta cuando fue ministro del gobierno israelí. Me contestó, que, si lo hubiera hecho, le hubieran tomado por loco, le hubieran cesado de inmediato y probablemente hubieran atentado contra su persona. Aquello no tenía arreglo.
Estas experiencias vividas que incluyo en un libro de próxima publicación, muestran la irracionalidad y complejidad de ambas partes y su incapacidad para llegar a un acuerdo. Como director de los institutos Cervantes de El Cairo, Tel Aviv, Damasco y Beirut, he tenido el privilegio, al alcance de muy pocos, de vivir experiencias desde la perspectiva de ambos bandos. lo que me lleva a tener una imagen real de lo que allí está ocurriendo. Más de veinte años después la situación no mejora, ni ti0ene visos de que lo haga. Aquí más que nunca tiene vigencia la frase de Mahatma Gandhi, líder espiritual indio: «No hay camino hacia la paz; la Paz es el camino». A ver si toman ejemplo.
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