Uno de los espectáculos menos gratificantes que ofrece la política española es la unanimidad pastueña de aquellos que han basado sus carreras en ejercer de palmeros, sin plantear dudas ni discutir jamás las directrices de sus jefes. En medio de una narcotización general en las ... filas socialistas, resulta reconfortante escuchar a Felipe González, Alfonso Guerra, Juan Alberto Belloch, Ramón Jáuregui, Tomás Gómez y, a veces, Emiliano García Page. Hablamos de aquellos que han dejado oír su voz para advertir que la amnistía no tiene cabida en la Constitución y que conceder el perdón absoluto, borrando el delito de los golpistas catalanes del 1-O, es una ignominia, además de una absoluta aberración jurídica. Son voces que claman en un desierto de genuflexiones y obediencias debidas.

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El culto al líder es básico para medrar en política, y en el PSOE los críticos han desaparecido últimamente de la exposición pública por miedo a ser condenados a la nada. Por tanto, toca aplaudir fervorosamente las palabras del jefe, aunque ello suponga haber negado por imposible la concesión de una amnistía hace tan solo unos meses, y proclamar ahora que se trata de una iniciativa con impecable encaje en nuestro sistema constitucional. La coherencia y la dignidad nunca han cotizado menos en la vida pública donde la palabra dada y los compromisos tienen el mismo valor que los billetes del tocomocho. Hay miedo, un temor cerval a ser arrojados a las tinieblas externas del poder donde hace mucho frío, y también a ser tachados de dinosaurios, momias y antiguos en las redes sociales por parte de la propia militancia, siempre presta a satisfacer las exigencias del líder carismático.

La torpe e ignominiosa expulsión de Nicolás Redondo es una muestra evidente del 'macartismo' que hoy impera en Ferraz. Conocimos en su día corrientes como Izquierda Socialista o el denominado 'guerrismo', iniciativas que pugnaban por tener una voz propia en medio de la grisura derivada de la uniformidad oficial. Hoy, no queda nada de aquello en las filas de ese partido. O se es sanchista hasta la médula o se está irremediablemente con la extrema derecha, el trumpismo, el fascismo, el franquismo y la caverna. Por eso, ante el temor a ser catalogado en ese lado de la historia, el silencio cómplice y acomodaticio se ha convertido para muchos pusilánimes en la mejor opción. Aquí se trata de gobernar como sea y al precio que pida el chantaje de los votos que atesora Puigdemont.

Los juristas de guardia se encargarán de implementar los arreglos legales necesarios para convertir el agua en un vino perfectamente constitucional, aunque no encaje ni por asomo en la Carta Magna. Y todo eso, sin escrúpulos, porque no hay que tenerlos cuando se trata de cerrar el paso a la involución que para ellos representan sus adversarios políticos. Así estamos. Se echa de menos un debate de altura en el seno del Partido Socialista, un movimiento que siga la senda de los veteranos antes citados para poner pie en pared y evitar la destrucción del sistema de valores con el que nos hemos regido en democracia.

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Todos los que han levantado la voz, pese a las gruesas descalificaciones recibidas, son políticos sin complejos que no tienen que demostrar su inequívoca ideología de izquierdas y su constatable hoja de servicios marcadamente progresista. Los otros, los silentes, arrastran en su voluntaria mudez la responsabilidad cómplice de un daño que puede ser irreversible: contemplar impasibles como unos delincuentes son amnistiados mientras agitan en sus manos la llave de la gobernabilidad del país en el que vivimos.

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