No es verdad que la vida sea eso que ocurre mientras nos empeñamos en hacer planes. No es verdad, John. La vida es eso que pasa desde que el Tour comienza a primeros de julio en cualquier ciudad de Francia o de la vieja Europa, ... y tres semanas después termina en los Campos Elíseos con alguien vestido de amarillo y el Arco del Triunfo al fondo. En el Tour cabe toda la vida y no es una metáfora de mercadillo sino una verdad del tamaño de la espalda de Mathieu van der Poel, el nieto de Poulidor, que en primavera, en las clásicas, ataca y deja atrás al pelotón porque tiene frío y luego llega en julio a la patria de su abuelo y lo venga por fin con un amarillo que parece sacado de una lámina de Klimt.
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El Tour, implacable como la vida, te tira al suelo en cualquier curva y te deja hecho un guiñapo como a Roglic este año, como a Ocaña en Menté hace cincuenta años y cinco días, pero esconde también pepitas de oro inesperadas como las lágrimas de Cavendish, que había previsto ver el Tour de este año bebiendo cerveza, retirado y desahuciado, y se levantó del diván donde llevaba tumbado desde 2016 para ganar cuatro etapas e igualar al dios Merckx.
Si alguien pone delante de mis ojos el listado de salida del Tour de 1991 tapando los nombres de pila de los corredores, soy capaz de recitar de memoria los doscientos nombres sin temor a equivocarme. Incluso puedo decir Viacheslav Ekimov o Djamolidine Abdoujaparov con la misma soltura con que un opositor a notario recitaría el artículo del Código Civil que define el testamento ológrafo.
El Tour, y esto ya lo ha dicho mucha gente, no tiene nada que ver con el ciclismo, aunque la frase me suena a exageración de columnista. Pero sí comparto la tesis de que no es necesario recordar quién ganó la contrarreloj del 87 en Dijon para que cada mes de julio sintamos que el Tour se acerca a nuestras vidas como un elefante, haciendo temblar el suelo, y nos coge con la trompa y nos sube al lomo para ver esa tortura sin manual de instrucciones que los corredores se obligan a vivir por las carreteras de Francia.
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En el Tour, los ciclistas atraviesan como cuchillos zigzagueantes la multitud de los puertos pero sus ojos transmiten una soledad terrible, la soledad que proporciona la cercanía de la muerte porque es imposible sentir tanto dolor mientras, en lugar de verte pasar arrodillados como a Coppi en el Izoard, no dejan de aplaudirte. El Tour termina mañana. Empieza eso que creemos que es la vida. Y dura once meses.
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