Sí, yo también estuve Auschwitz. Y bien que lo recuerdo, paisanos. Fue hace muchos años, pero debía verlo. Tenia que hacerlo porque esa palabra de escalofrío la había escuchado y la había vivido en mis carnes no sé cuántas veces. La decían los sefarditas de ... toda la vida, de toda la muerte, a los que había conocido tantas veces y que tanto me habían ayudado siempre. Cuando les comentaba que era de Granada se les entristecía la mirada melancólica. «¡Granada¡ ¡Qué lejos pero qué cerca!», decían de aquella Granada la que «nos echaron un día, hace ya tantos años».
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Recuerdo cuando Golda Meir, primera ministra de Israel , me dijo en su despacho azul de Jerusalén (siempre con el cigarrillo encendido: se parecía mucho a mi tía Rosalía, que en paz descanse): «¿Conoce usted Auschwitz, ha visitado Mauthausen? ¿Ha ido a ver nuestro Museo del Horror de aquí? ¡Hágalo cuanto antes, que así entenderá muchas cosas!
Al fondo, al frente, llenándolo todo, Jerusalén de oro, coronada de alambradas…
Le regalé un cenicero con la granada de Fajalauza, que ahora veo que están imitando, no muy bien del todo, en China, como ya lo hicieron antes en Japón. Lo puso encima de su mesa, en la que había una bandera con la estrella azul y blanca de su país recién nacido. Me atendió con un gesto rápido. Volcó la ceniza de su cenicero, lleno hasta arriba, en el nuevo. Fumaba tabaco ruso negro con sus manos de campesina.
Antes de ver ese mismo día a David Ben-Gurión en su casa junto al mar, me llevaron hasta aquel sitio donde reinaba el recuerdo del horror, donde no había nostalgia ni melancolía, donde solo había miedo, sudor en la nuca, espanto. No solo había fotografías. Estaba aquella lámpara terrible hecha con piel de judío de los campos de exterminio. O aquel libro de 'Mi lucha' de Adolf Hitler, trabajado también letra a letra, página a página, con lo mismo: piel marfilina de judío.
Pero, sobre todo, y lo he dicho y lo he escrito muchas veces:recuerdo aquella luz de quirófano en el salón oscuro, sobre la caja de cristal donde reposaba, gritaba en su inmenso silencio, la sandalia rota de un niño.
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La música: El Pesebre de Casals, al que vi dormir la siesta en su casita de San Juan de Puerto Rico, abrazado a su chelo como si fuera la cintura de una mujer. Esa composición también la había escuchado en la toma por Moshé Dayán de Belén, en la Guerra de los Seis Días.
Mientras me estrechaba la mano con la que escribía la historia de su pueblo, Ben-Gurión me dijo: «Que esta visita tenga hermana, que tenga usted caminos de leche y miel».
Había aprendido castellano, me comentó, para leer a Machado y a Federico, por este orden.
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Y luego Dayán, mitad guerrero, mitad arqueólogo, me dijo en la tienda de campaña en el frente, al recibir mi presente, mi tarjeta de visita que era el cenicero de Granada:«Conozco su ciudad, donde hay tanto nuestro. Fui de turista hace ya muchos años. Quedé en regresar algún día, porque allí hay mucho nuestro, de nuestros antepasados. He quedado en ir con mi hija en cuanto acabe este guerra, que va durar muy poco». Y así fue.
Luego, en cuanto pude, fui a visitar Auschwitz: un olor a muerte, así será el aroma del Apocalipsis. ¡Cuántos murieron aquí envenenados, gaseados, engañados! Maderas oscuras, paredes manchadas, camas viejas y rotas, aquel óxido de sufrimiento más que de olvido, monumento al dolor, al deicidio.
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Traje libros, tarjetas, me hicieron fotografías en la gran tragedia, algún retrato que aún conservo.
El recuerdo aún perdura. Como la historia ya contada por mi en el periódico Pueblo, creo, de aquel asesinato en Benidorm. Los tatuajes de la muerte. Una chica judía, guapa, como aquella sargento del ejercito israelí que me acompaño en la noche de Jerusalén.
La chica sin nombre vivía en aquellos en el Benidorm de entonces, cuando estaba aún Pedro Zaragoza de alcalde. Bailó toda la noche con un alemán, alegre, afilado, afiliado, que yo iba buscando y que me dijeron que era, que había sido, el sabio de las estrellas en las que sabía leer el futuro del Führer'. También le hacía reír en su nido de águilas, cuando lo de Eva Braun…, ¿recuerdas?
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Después de romper la noche, se fueron a la cama en un hotel del que no daré el nombre, pero en el que estuve un día felicitando por el Premio Planeta a don José María Gironella por su 'Los cipreses creen en Dios', ¿recuerdan?
Pero termino rápido la historia del germano. A la mañana siguiente aparecieron los dos cadáveres. La niña y l alemán que la llevo a la cama. No fue un terrorismo de alcoba, no. Es la historia, se supo más tarde, de dos tatuajes. La alemana tenía uno en el brazo izquierdo y solo era un número. Cuatro cifras en tinta azul indeleble, de por vida. Y cuando el alemán dormía, la muchacha descubrió que aquel hombre con el que había gozado tenía otro tatuaje en el pecho:la calavera y la cruz gamada de los nazis.
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Ocurrió en la noche de las palmeras, con la ventana al aire que movía la cortina leve del aire mediterráneo. Ella, que había oculta su señal terrible, la del sitio de exterminio donde había vivido largos días, se encontró con uno de sus verdugos. Le quitó la vida con mano segura. Llevaba aquel hombre en su equipaje una parabellum con silenciador y, después de darle un tiro en la cabeza, se dio otro en el corazón. Se escucharon en la noche los dos disparos pero era noche de cohetes de fiesta. Fiesta de la memoria, que a veces no se olvida, ejecución del asesino, la verduga del verdugo (está en la hemeroteca de no sé donde...)
También ayudé a Simon Wiesenthal, el cazador de nazis con aire de profesor de filosofía que los buscaba por todo el mundo. Al Pacino estrena un serie sobre él.
¡Qué recuerdos cuando hablábamos con aquel coronel alemán, con un parche en el ojo, Otto Skorzeni! Tenía una gran cicatriz y vivía en lo alto de una montaña en la Costa del Sol. Era un militar mítico porque había salvado, por orden de Hitler, a Mussolini de su cárcel de los Alpes. «No tuve nada que ver con eso que usted me cuenta».
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Yrecuerdo cuando encontré aquellas cruces ortodoxas en la tumba de los alemanes de la costa de Alicante que habían escapado en un submarino con los últimos tesoros de un Rommel fugitivo, según decían.
Y recuerdo cuando busque a Mengele, el gran asesino de laboratorio, en los campos de Paraguay. Había vivido allí en una vieja ruina de lo que fue una misión jesuítica.
Yahora la emoción de ver a los Reyes de España, de negro riguroso, en Auschwitz. Sobre todo, teniendo en cuenta que Felipe VI es también Rey de Jerusalén desde hace siglos.
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Yo también estuve en Auschwitz, algo que nunca debería repetirse y que me deja la boca amarga.
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