Hasta el 9 de enero, la Universidad de Granada acoge, en el Hospital Real, una exposición de Azaña por los 80 años de su fallecimiento. ... Escarnecido y despreciado, hoy vuelve a inspirar respeto y hasta admiración. Presidente del Ateneo de Madrid, escribió varios libros, y recibió el Premio Nacional de Literatura. Fue ministro de la Guerra, presidió el Consejo de Ministros (1931-33), y fue presidente de la República (1936-39).
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Azaña, artífice de la llegada de la República en 1931, acometió la reforma agraria, el voto de la mujer, la separación Iglesia-Estado, el Estatut, el desarrollo de la educación…, dentro de un marco democrático, con sentido de Estado. Si había escenas anticlericales y violentas era a su pesar. Él, como tantos burgueses ilustrados (Ortega, Unamuno, Joaquín Costa, Marañón o Lucas Mallada), estaba cansado del caciquismo de la Restauración, y la indolencia de Alfonso XIII, y pretendió regenerar la política española.
El historiador Ángel Viñas, en su libro reciente 'El gran error de la República', afirma que Azaña no siempre fue eficaz. Era demasiado crédulo. Cuenta Viñas que la Dirección General de Seguridad metió a un espía en la cúpula de la UME (Unión Militar Española), para saber lo que pasaba en la milicia, pero cuando Azaña fue presidente eliminó al equipo de la DGS, dejándose engañar por los militares que fraguaron el golpe de estado.
Azaña era un hombre hosco y antipático, «enemigo de la exhibición personal, crítico de sí mismo y de los demás», a decir de Josefina Carabias, en su libro 'Azaña. Los que le llamábamos don Manuel'. Según ella, le faltaba habilidad y le sobraba orgullo. Se perdía defendiendo a los suyos, aunque no llevaran razón, como le ocurrió en Casas Viejas. Cuando dijo «ha pasado lo que tenía que pasar», tras la cantidad de muertes producidas, cavó para él y para la República una profunda fosa. Tendría que haber cesado al ministro de Gobernación, pero lo afrontó él solo y se quemó. Nunca fue capaz de sacrificar a nadie por quedar él bien.
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Hay una escena que lo retrata. Estando en el exilio, lo acusan de haber robado un cuadro de Vicente López del despacho de la Presidencia. Montó en cólera, pues nadie era más honrado que él, y Casares Quiroga le dijo: «¿Por qué te pones así por un cuadro si te han llamado traidor a la patria?». Luego se descubrió que era falsa la acusación.
Azaña era un humanista y, como tal, llevó la política muy mal en determinados momentos: dimitió en 1933, teniendo mayoría parlamentaria, por no soportar los durísimos ataques que le hacían, injustamente, derechas e izquierdas. Es más, cuando indultó a Sanjurjo, tras su golpe de estado, fue muy criticado por las siniestras consecuencias posteriores que traería, pero aquella noche, cuando llegó a casa, le dijo a su mujer: «¡Cómo pesa la vida de un hombre!».
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A cuantos lo rodeaban, les pedía que volvieran a España, pero cuando supo que su casa había sido saqueada y sus amigos y parientes encarcelados, cayó en un profundo abatimiento. A un íntimo amigo que lo acompañó hasta el final, Paco Galicia, le dijo: «Lo único a lo que aspiro es que queden unos cientos de personas en el mundo que den fe de que yo no fui un bandido».
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