
Bacterias, setas y asesinos en serie
Eduardo Gallego Arjona
Jueves, 28 de julio 2022, 00:08
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Eduardo Gallego Arjona
Jueves, 28 de julio 2022, 00:08
El año pasado fue el centenario de la muerte de uno de los más peculiares asesinos en serie que ha dado la historia del crimen: ... Henri Girard (1875-1921). A pesar de sus fechorías merece ser recordado, ya que fue un innovador a la hora de despachar al prójimo.
Henri Girard era un hombre de buena familia, pero pertenecía a la cofradía de los vividores. Eso lo condujo al fraude y posteriormente al asesinato. Su modus operandi era sencillo: trababa amistad con sus víctimas, las convencía para que contrataran uno o varios seguros de vida con él como beneficiario, y luego las envenenaba para cobrar el dinero.
Lo original de Girard es que no recurrió al arsénico u otros venenos clásicos. Él fue un pionero en el empleo de agentes biológicos, tanto ingeridos como inyectados. O sea, podemos considerarlo un genuino «asesino científico».
Girard, gracias a sus estudios sobre Bacteriología, convirtió su casa en un laboratorio donde preparó cultivos de la bacteria causante de la fiebre tifoidea, y con ella se deshizo de su primera víctima. Inoculó la comida de toda la familia Pernotte (marido, mujer y dos hijos), que contrajeron la enfermedad. Sobrevivieron, pero el marido acabó con secuelas, y Girard lo engañó, inyectándole las bacterias y diciéndole que se trataba de un remedio curativo. El pobre hombre murió en 1912.
Las siguientes víctimas de Girard fueron el señor Godel (en 1913) y un tal Delmas (en 1915). Por suerte, ambos sobrevivieron a las fiebres tifoideas y, razonablemente mosqueados, rompieron relaciones con Girard. Este no se desanimó, y fue a la caza de un nuevo objetivo: Michel Duroux. El cual, igual que los anteriores, no murió de tifoideas. Más aún, ni siquiera enfermó. Esto hizo que nuestro asesino desconfiara de las bacterias y se decidiera a explorar la efectividad de nuevos agentes biológicos. En este caso, optó por una seta mortal, la famosa oronja verde (Amanita phalloides). Es bien conocida por los aficionados pero, a pesar de eso, todos los años se lleva a alguien a la tumba, después de destrozarle el hígado.
Al principio, los resultados tampoco fueron satisfactorios para sus intereses. Duroux seguía sin querer morirse. ¿Por qué? Según las fuentes que consultemos, las teorías son contradictorias. Hay quien afirma que Girard se confundió de especie y dio a su víctima Amanita citrina, una seta inofensiva pero muy parecida a la mortal. A saber. Probablemente trató de seguir envenenando con setas a Duroux, que acabó rompiendo su amistad con él. Por motivos de salud, más que nada.
En cualquier caso, Girard perseveró y perfeccionó sus envenenamientos. Ahora probó con una viuda, la señora Monin, la cual acabó muriendo por ingestión de setas venenosas en 1918, según dictaminó la autopsia.
La perdición de nuestro asesino fue subestimar a las compañías de seguros, que denunciaron el caso. La maquinaria judicial francesa se puso en marcha, lo que condujo al arresto de Girard en agosto de 1918. La investigación fue larga y difícil; duró treinta y dos meses hasta que todo estuvo listo para juzgarlo. Se le pudo acusar de dos asesinatos, y menos mal; si no nos fallan las cuentas, seis personas se recuperaron del intento de envenenarlas.
Si el caso no fue tan famoso como merecía, se debió a las circunstancias. En 1918 acabó la Primera Guerra Mundial, y Europa estaba hecha unos zorros. Para complicarlo todo, la pandemia de gripe mató a más de cincuenta millones de personas en el mundo. La Humanidad tenía otras cosas de qué preocuparse.
Por cierto, Girard no esperó a que la Justicia siguiera su curso y dictara sentencia. Se suicidó a lo grande, con estilo, tal como había vivido: bebiéndose un cultivo de tifoidea que había conseguido colar en la cárcel. Corría el año 1921.
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