Acaso por ser reproducción de lo concreto, el cine suele fracasar cuando aspira a plasmar el universo evanescente de los sueños. Siempre me han parecido tan pretenciosos como poco convincentes los intentos de Hitchcock, Huston, Bergman o Kurosawa al respecto, igual que las alucinaciones de ... Lynch o Buñuel. Una cosa es crear una atmósfera surreal y otra muy diferente fijar con imágenes el enigmático delirio de lo onírico.

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Luis García Berlanga (1921-2010), valiéndose tan solo de imaginación y desparpajo, creó, a mi juicio, el sueño más hilarante de la historia del cine. En '¡Bienvenido Mr. Marshall!' vistió de 'cowboys' a José Isbert y Manolo Morán, les colocó unas cananas (que parecían adquiridas en una de las antiguas jugueterías de la plaza Bib-Rambla) y, con impecable descaro, les hizo hablar un inglés inventado y regocijante. No necesitó mucho más.

El 12 de junio se han cumplido cien años del nacimiento de Berlanga. Su obra, con la inestimable colaboración de Rafael Azcona, proviene del vasto acervo hispano que abarca desde la picaresca, el sainete y el esperpento hasta Cervantes, Quevedo, Goya, Mihura, Neville, Solana, Ramón, Jardiel o Mingote; al tiempo que bebe, especialmente en sus inicios, de la vertiente jocosa del neorrealismo italiano. De todo ello surge una maravillosa argamasa de personajes y disparatadas situaciones que se debaten entre la burla y la ternura, la crítica y la complacencia, la armonía y el contraste.

Lo mejor de Berlanga, las indiscutibles piezas maestras, se encuentra dentro de su etapa en blanco y negro, la que muestra una España gris y oprimida, periodo que va desde 'Esa pareja feliz' (1951) hasta 'El verdugo' (1963). Ahí nos encontramos con un meticuloso gusto por el detalle, en la imagen y los diálogos. El que aparezca, por ejemplo, un funcionario de prisiones sentado con una manta echada sobre los hombros y desmigando un trozo de pan en un tazón con leche, indudablemente es un síntoma del hábil narrador que sabe crear ambientes, pero también es un dato que nos sitúa, más que en un tiempo, en una mentalidad muy precisa.

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De igual manera, en esta etapa surgen las genuinas pinceladas de don Luis, su dinámico sentido de puesta en escena: la capacidad para establecer diferentes dimensiones dramáticas dentro de un mismo plano, el gusto por las tomas largas atrapando la permanente agitación de la vida, la utilización de la profundidad de campo, y la simultaneidad de voces y gestos fundamentada en un concienzudo trabajo actoral.

Sin embargo, después de 'El verdugo' (exceptuemos '¡Vivan los novios!', 'La escopeta nacional' y algún momento de 'La vaquilla'), la filmografía de Berlanga languidece, no posee la frescura de títulos anteriores. Todo se hace excesivo. Lo que antes fue plasmación de un caos regulado, ahora deviene en descontrol y traca. La incursión de ciertos actores hace que se confunda la comicidad con la sobreactuación, tal y como sucede en 'Moros y cristianos' y '¡Todos a la cárcel!'. Acaso su cine se va cargando de bilis, de temblorosa amargura y desengaño. Su última película, 'París-Tombuctú', se cierra con un cartel en el que se lee: «Tengo miedo. L.». Una rotunda despedida.

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Berlanga es, pues, uno y trino. Existen dos Berlangas dentro de un único y solo Berlanga. De esta conjunción emana lo que la RAE ya ha definido como lo 'berlanguiano'. La realidad, nuestra realidad local y nacional es berlanguiana, cóncava o convexa, como los espejos del callejón del Gato, y, por tanto, grotesca y desaforada. La cámara de don Luis se ha encargado de reflejar esta deformación, porque lo caricaturesco, lo verdaderamente risible y terrible se encuentra siempre alrededor de nosotros, fuera de la pantalla.

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