La costa atlántica francesa es tan rica e interesante –y preciosa– que, si a uno le preguntan qué sitio prefiere, le ponen en una verdadera tesitura. Si acaso se trata de una auténtica ciudad, por supuesto sería Burdeos, a apenas 200 kilómetros de la frontera; ... y si lo que se busca es un lugar poco ruidoso y chic para la temporada de verano, la isla de Ré sin la menor duda. Pero si –tercera opción– se quiere recordar el siglo de Luis XIII y Luis XIV, la época de la fronda de los tres mosqueteros, habría que instalarse en La Rochelle y recorrer la comarca de la Vendée, situada justo al norte. Y si la meta se pone en un lugar cosmopolita y casi extraterritorial, donde hay que colocar el foco es en Biarritz. Hoy, la Tarifa de allí –la capital regional del surf, con las calles llenas de jóvenes con tablas y trajes de neopreno– y, para los golfistas –sus padres o incluso sus abuelos–, un paraíso a la altura de la mismísima Marbella. José María Stampa Casas, de quien a estas alturas casi puede proclamarse, como de Sabine, que son mitad granadinos mitad biarrots, se lo conoce mejor que nadie.
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De Fernando Castillo sabemos que es un historiador de la cultura. Ha dedicado libros legendarios –se trata de un auténtico virtuoso– al Madrid de la guerra civil o al París de la ocupación. Y ahora le ha tocado el turno a la 'Memoria de Biarritz', esa ciudad balneario y del litoral cuyo mero nombre, al modo de lo que sucede en el mediterráneo con un St-Tropez o un Capri, evoca lo más de lo más: el top de los ricos y glamurosos. A esos sitios luego les termina llegando la inexorable ley de la decadencia, pero quien tuvo retuvo. Más aún: la decrepitud contribuye a darles un encanto que lo nuevo, lo recién pintado, no tendrá jamás.
¿Quién puso a Biarritz en ese selectivo mapa? ¿Por qué precisamente ella y no, por ejemplo y sin salir del País Vasco francés (el Labourd o, en euskera, Lapurdi), las vecinas Bayona, tan vinculada a la historia de España desde el Estatuto de 1808, o San Juan de Luz? La respuesta resulta sencilla y tiene nombre propio, nuestra paisana Eugenia de Montijo: «En 1853, la joven aristócrata española Eugenia de Montijo, que veraneaba en Biarritz desde hacía veinte años, se convierte en Emperatriz de Francia tras su boda con Luis Bonaparte, proclamando Napoleón III el año anterior, un acontecimiento que está en el origen de la aparición del moderno Biarritz. Lo ocurrido a la pareja imperial con la villa del Labourd se puede calificar de idilio, lo que precipita las cosas. Desde 1854 la presencia de Eugenia y Napoleón III en Biarritz durante los veranos de manera continuada supone el traslado estacional de la Corte y la llegada de representantes extranjeros, de la aristocracia y burguesía internacional, de Alemania a Rusia pasando por España o Inglaterra, incluídos algunos miembros de la realeza como el zar Alejandro II o Isabel II de España». En los casi veinte años que transcurrieron hasta el desastre de Sedán en 1870 y la caída del Segundo Imperio, Biarritz se convirtió en la sede veraniega de la Corte francesa, adquiriendo el carácter cosmopolita y aristocrático que es conocido.
En fin, la historia no se comprende sin la construcción, en 1856-1857, de Villa Eugenia, con su característico color rojizo, que desde 1893 es el Hotel du Palais. Una flûte de champagne mirando al mar sabe mejor que en cualquier otro sitio.
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De Eugenia sabemos que era hija de un militar y noble afrancesado. Vino al mundo en 1826 –o sea, en plena década ominosa, con el peor Fernando VII en el trono– en lo que hoy es el número 12 de la calle de Gracia, casi esquina con Puentezuelas y enfrente de la Iglesia de la Magdalena. Enviudó en 1873, con apenas cuarenta y siete, pero vivió hasta 1920, o sea, con noventa y cuatro, que se dice pronto. Y dio lugar a su propia leyenda: la predicción de la famosa gitana albaicinera dio lugar a la película –relamida como propia de su tiempo– 'Violetas imperiales', cierto que con versiones previas (en 1923 para el cine mudo y en 1932 para el sonoro) a cargo de Raquel Meller. Y eso sin contar con el poema de Rafael de León, sevillano pero no ajeno a Granada: «Eugenia de Montijo / qué pena, pena / que te vayas de España para ser reina / Por las lises de Francia / Granada dejas / y las aguas del Darro / por las del Sena, Eugenia de Montijo / qué pena, pena».
Particular interés muestran a los ojos españoles las páginas del libro que están dedicadas al Biarritz de 1936-1939, durante nuestra guerra civil, cuando, como es propio de una ciudad fronteriza, aquello se convirtió en un nido de espías. Y eso por no hablar de lo sucedido en el período inmediato posterior, el de la ocupación alemana (1940-1944). Ya se sabe cómo de cargada se vuelve la atmósfera en este tipo de ambientes, en los que encuentran su ecosistema toda suerte de contrabandistas, prostitutas y en general personas de las que nunca se sabe deslindar lo real de lo brumoso: lo característico de los entornos con una vida mitad alegre, mitad siniestra.
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