He de reconocer, sin ambages, que cada día me cuesta más seguir el ritmo a esta sociedad que tozudamente se empecina obstinadamente en precipitarse al despeñadero. Al compás de los tiempos, dicen, se da cabida a la ignorancia en sus múltiples facetas, a la hipocresía ... más desvergonzada, a la mentira más abyecta, a la confusión más depravada o al cinismo más ruin. Añadamos a todo este cóctel la defensa a ultranza –tan norteamericana– de que sólo son posibles los mensajes de lo políticamente correcto y estaremos abocados a no distinguir entre un huevo y una castaña. Estaremos abocados a no distinguir un fascista de un demócrata. Y he de reconocer nuevamente que me niego a participar en ese juego.
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Venía de un tiempo a esta parte intentando vislumbrar el reiterado uso que toda la derecha, sin excepción, hace del término libertad: palabra que en boca de estas gentes resulta casi una blasfemia. Claro, que bien mirado, el uso espurio del término no tiene otro objeto que denigrar el sistema democrático y, sobre todo, a las ideologías de izquierdas. Desde luego lo que sí he podido constatar es que la hermosa palabra no es lo mismo para estos desalmados que para otro norteamericano ilustre, Martin Luther King: «Y cuando esto ocurra, cuando dejemos resonar la libertad, cuando dejemos resonar desde cada pueblo y cada caserío, desde cada estado y cada ciudad , seremos capaces de apresurar la llegada de ese día en que todos los hijos de Dios, hombres negros y hombres blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, serán capaces de unir sus manos y cantar las palabras de un viejo espiritual negro: ¡Por fin somos libres! ¡Por fin somos libres Gracias a Dios todopoderoso! ¡Por fin somos libres!». Como tampoco es lo mismo el bendito término para esta panda de codiciosos y usureros que para otro ilustre de nuestras letras, Miguel Hernández: «Para la libertad sangro, lucho, pervivo./ Para la libertad, mis ojos y mis manos,/ como un árbol carnal, generoso y cautivo,/ doy a los cirujanos».
Me ha bastado ver a Esperanza Aguirre, en un programa vespertino de televisión, confesando sus simpatías y sus coincidencias ideológicas con Trump, Meloni, Orbán, Milei y Netanyahu –fascistas bastante reconocibles si prescindimos del eufemismo y de la expresión políticamente correcta– para comprender con bastante nitidez qué significa la palabra libertad en boca de estas derechas tan alejadas del Humanismo: la supresión de toda ética individual o colectiva en beneficio del enriquecimiento personal de unos cuantos no sé si decir magnates o mangantes. Me ha bastado ver la exaltación enajenada de cientos de miles de personas en el mundo entero, el júbilo desbordado de una parte de la población mundial celebrando la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos para comprender que el discurso neofascista está calando muy seriamente en una buena parte de la sociedad cuyo cometido en la actualidad no es otro sino el de comportarse como siervos de la gleba de esta nueva era de «feudalismo tecnológico», como tan acertadamente la llama Juan José Millás.
Por eso para quienes hoy jalean todo este aquelarre de la libertad tendrán que conformarse, a no mucho tardar, con el salario de la estulticia: los agricultores y ganaderos, entre los que se encuentra una parte importante de los votantes de Vox, los profesionales de la automoción y otros colectivos verán con la subida de aranceles lo bien que les va; claro que siempre les quedará la posibilidad de echarle la culpa al gobierno. Pero todos aquellos que defienden con tanta vehemencia la proclamación de Trump como paladín de la libertad, acaso ignoren que simpatizar con Trump –y en esta apreciación también coincido con Juanjo Millás– es negar la existencia de Aristóteles y de Platón, de Shakespeare y de Cervantes, de Miguel Ángel y de Brunelleschi… del Humanismo, en definitiva; sin otro horizonte que el del dinero y el del poder.
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Así que, llegados a este punto, debemos ser conscientes de lo que nos estamos jugando. Ya no se trata de una cuestión exclusivamente ideológica, ya no se trata de un asunto sobre la supremacía de la derecha o la izquierda, sino de algo de mucho mayor calado: la supervivencia del sistema democrático como forma de gobierno. Somos todos los ciudadanos sin exclusión los que debemos estar atentos a estas maniobras de desestabilización que el neofascismo está llevando a cabo en el mundo entero. Pero no solo los ciudadanos sino todos aquellos partidos que no renuncian a la democracia los que han de tratar de alejarse lo más posible del populismo rancio y obsoleto de regímenes totalitarios que tan malas consecuencias han traído a las sociedades en las que se ha llevado a cabo. Alejados de las prácticas de esta derecha depredadora del ser humano todos nos encontraremos más seguros.
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