Bulanicos
La Carrera ·
Vi entonces como se tejía en el aire una suerte de vía láctea compuesta de partículas apátridas y papelillos errantes...José Ángel Marín
Jaén
Martes, 30 de junio 2020, 00:48
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La Carrera ·
Vi entonces como se tejía en el aire una suerte de vía láctea compuesta de partículas apátridas y papelillos errantes...José Ángel Marín
Jaén
Martes, 30 de junio 2020, 00:48
La tita Gertrudis ya sale a la compra, eso sí, con mascarilla y pertrechada de toallitas desinfectantes que si antes nunca faltaban en su bolso ahora ocupan lugar preferente. Ella no es amiga de caminatas, pero si la acompaño y se tercia da paseos por ... La Alameda a la hora en que el sol afloja y empiezan a perderse los claros del día, cuando la tarde ofrece esa luz irreal previa a dejarse vencer sobre las crestas del cerro de Jabalcuz.
Sea largo o corto el trayecto, tía Gertrudis va siempre compuesta, aunque sin estridencias y por más que atice la canícula nunca viste en público manga a la sisa. Ayer, después de meses, tocó excursión. Me tomó del codo y caminamos a su ritmo. Al atravesar el arco de la Puerta del Ángel noté calizo también su ánimo, pero no comenté nada y seguimos avanzando.
Con el pelo recogido en un moño discreto, ella se asomó al mirador donde hace años estaba el Campo Hípico, sobre el antiguo huerto del convento de Capuchinos, y desde allí contempló las vistas del Jaén más calmo y pretérito.
El ocaso en La Alameda nos regaló una brisa que mecía las ramas de los árboles de antaño. Aquel vientecillo evocador al tiempo que nos refrescaba soltó de improviso un mechón de cabello de tía Gertrudis y jugueteó con él un instante casi eterno. Ella toleró el lance antes de recolocar el pelo sobre su oreja con esa elegancia femenina sacada del rodaje de una película antigua. Atusó las horquillas con parsimonia deteniéndose un poco en la caricia ondulante del pelo sobre su mano sarmentosa; diría que recreándose en la sorpresa eólica que a veces regala la anochecida. Entonces se giró y prendió la vista en la arboleda cercana. Vi de reojo que dedicaba una sonrisa escueta a los olmos veteranos que se cimbreaban como reconociéndola. Entre los troncos no había nadie. Pero la tita clavó la mirada en un olmo como buscando el rastro de una inscripción en su corteza lacerada, quizá apelando al testigo de una promesa incumplida.
Me dispuse a interrogarla, pero no dio ocasión. Tía Gertrudis regresó las pupilas temblorosas y húmedas al crepúsculo que la esperaba en su silencio solemne.
Opté por disimular, aunque dejé volar mis preguntas sobre lo que pudo ser y no fue, mientras a ella le hacía ver que solo me preocupaba lo que sucedía sobre el pavimento de aquella explanada.
Atendí así al espontáneo arremolinarse de algunos bulanicos y envolturas de golosinas que puestas de acuerdo con el polvo despegaban del suelo impulsadas por esa voluntad caótica que muestran las cosas livianas cuando pretenden lo imposible, cuando cobra vida lo intangible y decide trazar un sendero gaseoso y turbulento que conduce al cielo. Vi entonces como se tejía en el aire una suerte de vía láctea compuesta de partículas apátridas y papelillos errantes, que al poco de gozar ingrávidos –unas y otros– eran retornados al destino rastrero que para todos han reservado las leyes físicas y de la gravedad.
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