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Acaba de aprobarse en Holanda la legislación que prohíbe a las mujeres musulmanas llevar en los edificios estatales y en los medios de transporte tanto el burka como el niqab. Se trata del velo integral islámico que les cubre completamente el cuerpo y la cara, ... o permite que tan sólo se les pueda ver los ojos. Este país sigue la senda de restringir el uso de estas prendas, como anteriormente ha ocurrido en Francia, Dinamarca, Bélgica o Austria. Estos países presentan graves problemas con la inmigración de musulmanes, porque en vez de integrarse en estos países europeos, se están creando guetos culturales que dificultan la convivencia pacífica. Algunos han padecido recientemente el yijadismo de quienes interpretan de forma errada y extremista la religión del profeta Mahoma. La cultura occidental -que pivota sobre la libertad- ha asumido el riesgo de aceptar convivir con el islam, aunque éste no corresponda de igual forma, según el principio de reciprocidad, en los países en que está implantada la segunda gran religión monoteísta. Esta apertura ha sido propiciada, en gran medida, por una grave crisis demográfica que ha afectado a la necesidad de supervivencia de la envejecida civilización europea, que de seguir con esta línea de progresión, se encontrará sin el reemplazo generacional necesario.
Uno de los problemas que presenta este siglo, como lo fue de forma distinta en otras épocas, es, siguiendo a Huntington, cómo poder paliar y armonizar el incuestionable choque entre estas dos civilizaciones. Lo cierto es que Occidente tiene motivos para el recelo y la desconfianza hacia el incesante extremismo islámico, a juzgar por los acontecimientos de este tercer milenio; de ahí el estado de alerta de los servicios de inteligencia internacionales. Los atentados islamistas acaecidos el 11-S, alteraron el mundo occidental, llegando a adoptar en ocasiones medidas desproporcionadas en la tarea preventiva de seguridad. Con estos antecedentes, puede entenderse mejor el rechazo de las autoridades públicas europeas -que se hacen eco de la sensibilidad de sus ciudadanos- contra el velo integral, porque puede interpretarse como un elemento cultural provocativo, estridente y que genera inseguridad. Para muchos occidentales el burka y el niqab son inadmisibles en el orden público porque atentan contra el concepto de dignidad de la mujer. Interpretan que ésta lo lleva por imperativo cultural-religioso, siendo una exigencia del entorno machista del que procede. Habría que plantearse entonces qué clase de dignidad es el libertinaje sexual, la pornografía, la prostitución y en general la cosificación de la mujer de la sociedad moderna. Este asunto se complica cuando las propias musulmanas que viven en países europeos manifiestan que según sus tradiciones desean llevar y se sienten cómodas con este traje ancestral. Y llega a alcanzar unas cotas de complejidad máxima cuando arguyen que con esta forma de vestirse expresan sus profundas convicciones ideológicas y son la manifestación de su libertad religiosa. El concepto de pureza o respeto al cuerpo humano de la mujer, dista mucho del que se dispensa en el hedonista Occidente. Entonces surge la pregunta de hasta qué punto la civilización precursora de las libertades puede limitar el derecho a la práctica religiosa de la mujer musulmana sin lesionarlo. La respuesta que aporta el derecho comparado es inequívoca: los poderes públicos han de garantizar la libertad ideológica y religiosa de los individuos y comunidades, sin más limitación que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. Es decir, el burka o el niqab no pueden ser un subterfugio para la comisión de atentados. Hasta ahora no se puede generalizar que los atentados islamistas los cometan mujeres musulmanas ocultando explosivos entre sus ropajes. Por mucho que nos desagrade esta forma de vestir de la mujer musulmana, prohibirlo sin justa causa, supone cercenar un derecho legítimo de quien desee llevarlo de forma libre. Se trata, en definitiva, de un asunto complejo, en el que se corre el peligro de caer en un paternalismo liberticida, aunque habrá que estar a cada caso concreto; el TC y el TEDH de Estrasburgo, tendrán que seguir pronunciándose.
Puestos a respetar en los países democráticos las decisiones libres de una minorías de mujeres (de 150 a 400 en Holanda), sería caer en una flagrante contradicción que unas decidan libremente poder llevar el bikini o el topless y, sin embargo, a otras se les niegue el derecho a utilizar el burkini. No tiene mucho sentido que algunas defensoras de la mujer nieguen el derecho de las musulmanas a bañarse cubiertas, con recato y decencia, según sus valores culturales, y transijan por el contrario la impudicia y cosificación de la mujer con el mínimo de prendas, si tienen la suerte de llevarlas. Esta forma nada neutral y antagónica de aplicar la libertad, supone una discriminación de la mujer por su tradición cultural y religiosa. Se corre el riesgo de que en vez de ayudar a facilitar la convivencia entre distintas culturas, se agudice la confrontación y el envenenamiento de las resentidas relaciones multiculturales.
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