Había en mi casa de la calle Moral de la Magdalena, número doce de Granada, en la misma habitación donde a veces estaba, quizá en ... invierno, el llamado cuarto de estar, una como especie de cama sin cabezal pegada a la pared, más bien ancha que larga, coronada por un puñado de cojines de las más diversas formas y colores, en la que a mí, o sea a un servidor de ustedes, de muchacho, digo, le gustaba tenderse, más de una vez, para escribir o leer alguna que otra cosa. Lo que sí sé es que no lo usaba con frecuencia y que si lo hacía, no tendido del todo, esto es a lo ancho y a lo largo, y con la mirada puesta en el techo, no, sino más bien a lo estrecho, de lado, como quien está más en la posición del verso, tiempo para poema, entre la inspiración y la espera. Me viene esta historia hoy a la memoria, siempre tan dispuesta a todo, porque no sé por dónde he leído que vuelve a llevarse en lo que es la decoración de las casas, sobre todo las del sur, como instrumento de uso para la lectura, siempre, ahora que tan lejos estamos de ella y, eso sí, dedicada en un momento determinado a la meditación, incluso hasta al albedrío. Lo que sí sé es que aquella especie de diván no es apto hoy para ver la televisión, que necesita de un espaldar que sea capaz de estar ahí, entre la espalda y la pared, dispuesto a aguantar, es un decir, por ejemplo, los largos programas de la quinta ventana a la que estamos encadenados desde hace ya no sé cuánto tiempo. Y lo que nos queda hermanos, que no hay más que ver lo que nos viene de cara, entre el coronavirus dichoso y la destrucción de España a la que estamos asistiendo, al menos de la que venimos y en la que al menos, también por ahora, estamos.
O sea, la cama turca. Y es por lo que he elegido en la penumbra siempre, eso sí, de lo que se nos fue y de lo que nos queda por llegar, el titular de nuestra página de hoy, porque es ahí donde he reunido algunos pensamientos y sucedidos, que me permitan reunir algunas cosas granadinas, de las que como por lo menos como cronista no tenga más remedio que comentar. A veces con un suspiro, como aquel de Boabdil, que todavía sigo usando de cuando en vez, y si no, para, por, que se vea que estoy en esto, que Granada es mucha Granada y más aún en este largo momento de incertidumbre en el que tanto a nivel nacional, como en lo que a nuestra geografía se refiere, nos debe ocupar y sobre todo preocupar.
A ver si no. Por ejemplo, debo comentar que me he enterado de que la Diputación de Granada había editado un libro sobre nuestro paisanísimo, se lo pedí directamente a la secretaria del presidente de la entidad, que amablemente accedió a enviármelo certificado y urgente.
Una joya, sí señor. Un documento magnífico trabajado primorosamente por Omar Jurado en los textos y en lo gráfico por Juan Miguel Morales. Una joya, ya les digo. 'Carlos Cano, voces para una biografía', lleno, abarrotado, fascinantemente ordenado, artículos, opiniones, retratos, confección delicadísima, taracea del pensamiento, de la fotografía, ayer hoy y mañana, de un granadino irrepetible, estudiado hasta el final, confeccionado con arte, lleno de frases y vivencias, al que solo le faltaría quizás, si no un vinilo de los que ahora tanto se llevan, un documento con algo cantado, contado, dicho, por el genio, del que por haber hay, además de páginas de los suyos más cercanos, también de los más lejanos, frases sueltas, trozos precisos, preciosos, de coplas y pensamientos de ese filósofo, que es lo que fue, además de trovador, nuestro cantautor granadino. Libro este que me apresuro a recomendarles, si es que aún queda alguno, momento que aprovecho para felicitar públicamente a quien hizo posible el milagro de su aparición. Conmigo está, en mi mesilla de noche, donde por cierto y todo hay que decirlo, acabo de instalar, recientemente encuadernado, un viejo Corán, sí, sí, un viejo Corán al que quiero echarle un ojo de nuevo, despacio, porque creo que se acerca un tiempo en el que al menos hay que tener al día, lectura, por lo que está por llegar.
Que además está llegando.
También recibo, estos días, ese rarísimo regalo que es el número último por ahora, de Nieve y Cieno, Guadix, dos de enero del 2021, reunido, valientemente por ese mi viejo amigo, don Manuel, al que llamamos el emperador, y con el que un día visité la vieja ermita de san Torcuato, y que hace un par de años tuvo el valor de publicar «uno de los más impresionantes relatos de la pasión y muerte de nuestro Federico García Lorca, recogida como documento excepcional, de aquel hombre misterioso, que a veces narraba el feroz relato de aquella noche madrugada en la que «entre Víznar y Alfacar mataron a un ruiseñor porque quería cantar». A ver si me atrevo algún día a copiarlo fielmente aunque me tiemble el pulso al hacerlo. Aquí lo tengo guardado, si bien debo reconocer que no sé por qué me cuesta el reproducirlo, a ver si algún día aprovechando no sé qué me atrevo a compartirlo con ustedes mis sufridos lectores. Lo que sí puedo decirles es que algunas luces arroja sobre aquella triste hora, si bien no sobre el sitio en el que se encuentran los restos del poeta, sobre todo ahora cuando tanto se insiste en que donde quizá habría que buscar era en su casa de la Huerta de san Vicente, donde dicen que muy pocas horas después de su fusilamiento la familia del poeta lo guardaría para siempre, cosa que tiene su lógica, eso sí, secreto que permanece en el largo silencio de los años, entre otras cosas porque el poeta está más vivo, mucho más vivo que nunca y no es por jugar a las palabras, sino como puede demostrarse cada día y a cada hora, monumento vital del que Granada vive y siente y hasta incluso calla, que aún hay quien de verdad, aparte de lo publicado, sabe de aquel día de agosto, que aún nos estremece al recordarlo.
Esta semana entre libros, y hasta casi sin querer, descubrí a aquel escritor, portugués fabuloso, misterioso, extrañísimo, Fernando Pessoa, con dos eses, ya saben, con su gabardina amarilla, cierto aire de pedófilo, genial, sombrero de lámparas de aceite, al que yo llegué a conocer, y que se murió en Lisboa, solterón, único, genial, borracho, de aquel aguardiente rural que hacía un viejo amigo suyo que vivía cerca de su casa en Lisboa y al que de cuando en cuando le leía alguno de sus últimos pensamientos, como este, discutible, muy discutible por cierto y más con lo que está cayendo. Yo no creo en Dios, porque no he tenido el gusto de verlo, personalmente.
También había pensado titular esta crónica, o lo que sea, de hoy con el título de 'El cauchil de las palabras', que me pareció tan granadino, tan nuestro, pero al final opté como han podido comprobar por el de 'La cama turca', especie del diván del tamarit, reposadero tan nuestro, tan necesario, entre la cama de toda la vida, cuatro esquinitas, tiene mi cama, cuatro angelitos, que me la guardan, pirinolas de la casa de mis padres, alta cama, de doble colchón de lana de oveja, donde uno más que dormir, tanto soñó. Cuando aquellos tiempos en que uno soñaba pero con los ojos abiertos...
Esta semana he hablado más de una vez, de tanto como lo necesito, con mi maestro, Tito Ortiz, que de vez en cuando me manda una fotografía por guasap de esos fumando en pipa, lleno de melancolía y nostalgia del Albaicín en el que vive, en el que aguanta, en el que escribe, y por el que sufre tanto, y al que he pedido la dirección más o menos exacta del jefe de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Granada, para primero darle las gracias y después rogarle que me cuente ese cambio, a mejor, claro, que quieren hacer del parque que lleva mi nombre, lugar que me comentan siempre está vivo, de niños que juegan, perros que corren, viejos que pasean, novios que se quieren, en fin, lo que se dice para lo que sirve un parque, cosa que me llena de orgullo y satisfacción. O sea, momento que aprovecho, don José Manuel Linares García, para rogarle que se ponga en contacto conmigo, que es mi deseo el conocer la buena idea que tienen para con ese pedazo de tierra, en la vega de Granada, y por si además de darle las gracias a usted y al Ayuntamiento, tanto me gustaría publicar con los mayores conocimientos lo que ya es disfrute de Granada y los granadinos.
Asegurarles que el día de san Cecilio, nuestro santo patrón, abrí el pequeño relicario de plata trabajada, que un día me traje, «me truje», decíamos en mi pueblo, desde la Abadía del Sacromonte y que recogí un puñadito de la tierrecilla que guardaba, que guarda, y la besé ardientemente, como ya no beso, ni a mi santa, y que sentí como una especie de levitación especial que me retrotrajo, vaya verbo, a la esquina misteriosa, granadinísima, nazarí sin duda de aquella cama turca con la que hoy titulo mi crónica…
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