Sacerdotes, obispos y cardenales, engrosan la lacra de los abusos sexuales. ¿Ayudaría a erradicarla el celibato opcional y la homosexualidad aceptada por la Iglesia, pudiendo sus ministros contraer libremente matrimonio? El amor a otra persona puede ayudar al apostolado, nunca ser obstáculo.
Con Constantino, la Iglesia asume la doctrina peyorativa del matrimonio, influida por el gnosticismo, que entiende al espíritu encerrado en el cuerpo del que hay que liberarlo de todo lo malo, especialmente lo relacionado con el sexo. Así en el Concilio de Elvira (Granada, 320) se impone la castidad, sin vetar el matrimonio. En Nicea (325) el obispo Pafnucio pide «no imponer yugo tan pesado, pues el matrimonio es muy honroso. Todos los hombres no pueden soportar la continencia». El de Gangra (365) declara: «Nosotros admiramos la virginidad y honramos la compañía santa del matrimonio». Además, la Iglesia acumula riquezas donadas por el emperador, rompiendo con la fidelidad al maestro. El emperador Justiniano prohíbe ordenar obispos con hijos «pues los bienes donados a la Iglesia no los emplee el Obispo en provecho de sus hijos» (Codex Just.1, 3,41). Quedan sentadas las bases del celibato, sin basarse en ningún principio evangélico.
Ser célibe implica cierto 'vacío emocional'. Si es obligado, la persona padecerá un 'hambre interior', mitigándola con relaciones afectivas que pueden llegar al abuso. El consagrado puede ignorar el límite entre lo afectivo y lo sexual. Esto conlleva una enorme tensión interior, difícil de controlar, acechando el abuso. Faltó fortaleza para frenar dicha relación afectiva pues, apoyándose en su vocación, creyó poseer fuerza para no sucumbir, sin percatarse que tiene ante él una persona frágil y vulnerable: David frente a Goliat. Un David que, sin piedra ni onda, no puede vencer.
Por si el drama de la pederastia fuera poco, reaparece el fenómeno de los abusos de miembros del clero hacia las religiosas. Francisco lo acaba de reconocer, confirmándose la drástica caída de vocaciones femeninas. Demasiado drama para no hacer todo lo que sea necesario hacer.
La renuncia a la dimensión sexual del amor de Dios debería hacerse aceptando libremente la virginidad, siendo inmensa mayoría los sacerdotes (heterosexuales y homosexuales) con relaciones célibes, vividas como Gracia de Dios. Quienes lo viven impuesto, pueden llegar al abuso, llevando a la Iglesia a una de las crisis más profundas de la historia.
Según Santo Tomás los derechos de los hombres son válidos si están conformados con el Derecho Natural. El celibato no pertenece al Derecho Natural, pero sí el matrimonio, reconociéndolo Pablo en las Cartas a Timoteo (Ti.3, 2-5), exponiendo las condiciones para ser Obispo, incluyendo el derecho apostólico de casarse. Dirigiéndose a los grupos ascéticos de Corintio, que deseaban permanecer célibes, Pablo responde que tal deseo no puede imponerse: «A todos les desearía que vivieran como yo (célibes), pero cada uno tiene el don que Dios le ha dado». (1Cor.7 ,7). Además, imponiendo el celibato, la Iglesia conculca el artículo 16 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: «Los hombres y mujeres tienen derecho, sin consideración de raza o religión, a contraer matrimonio».
El Vaticano II, manteniendo el matrimonio en pastores protestantes insertados en la Iglesia, abrió el camino al celibato opcional. El Papa reconoció que «el celibato no es un dogma de fe. Por tanto siempre tenemos la puerta abierta para cambiarlo». Igualmente reconoció, respecto a los homosexuales, que «yo no soy quien para juzgarlos».
Con estas premisas el Sínodo puede erradicar el drama, abordando actuaciones preventivas realistas. Sirvan dos, ciertamente rompedoras: abolición del celibato obligatorio y despenalización moral de la homosexualidad. Ambas disposiciones rebajarían la inaguantable tensión que sufren muchos consagrados (atenderlos ha sido parte de mi trabajo), incidiendo en la desaparición del abuso.
La Iglesia elogia la pureza sexual. No debería obviar (haciéndose cómplice de las consecuencias) la turbiedad que puede albergar la pureza impuesta. Con los que la manchan, Jesús lo tiene claro: «El que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le cuelguen al cuello una piedra de molino y le hunda en el mar» (Mt.18, 6, Mc.9, 42, Lc.9, 46).
Francisco tiene el coraje necesario para dar un vuelco a la situación y si los presidentes de las conferencias episcopales reunidos en Sínodo fueran conscientes que con los cambios necesarios la pederastia puede erradicarse, no dudarían en activar las reformas necesarias. La Iglesia debe mostrar su rostro Materno a quienes, no poseyendo la gracia del celibato, desean recibir la gracia sacramental matrimonial o, al menos, la gracia de la bendición conyugal.
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