Una ciudad para viejos

Puerta Real ·

Aumenta el número de clínicas y disminuye el de bares, esas cajas mágicas donde el tiempo se mide por tragos y no por minutos

esteban de las heras balbás

Sábado, 12 de febrero 2022, 22:42

Hasta que llegó la pandemia, cuando cerraba un negocio en cualquier calle se abría un bar. Ahora abren clínicas. En mi barrio donde apenas quedan ... jugueterías porque ya no hay niños y donde algunas tabernas han tenido que cerrar por la pandemia, brotan estos centros sanitarios en los bajos comerciales como hongos en un lluvioso otoño. En un repaso de urgencia –y en absoluto exhaustivo– por los alrededores de mi casa encuentro clínicas de psicoterapia, de ortodoncia, de estética, de oftalmología, de injertos capilares, contra la obesidad, de fisioterapia, de tratamiento del dolor, de acupuntura, de cirugía vascular y hasta una de reproducción asistida que es, supongo, para aquellos a quienes nos les funcionan los 'menuillos' internos o tienen el semillero agostado. Nos guste o no, somos un país de viejos y una ciudad de viejos. Si desaparecen los juguetes y los balones de las calles porque ya no hay niños, y si los taberneros se ven obligados a distanciarse en su trato habitual de cercanía con el parroquiano, la cosa pinta chunga…, pero chunga, chunga. Si además vemos colas ante estas clínicas en busca de las fuentes de la eterna juventud, es que está a punto de saltar en la pantalla del móvil el mensaje que anuncia: «El último, que apague la luz». Lo del cierre de sucursales bancarias y el ninguneo a los viejos es alarmante, pero mal que bien siempre habrá una mano –amiga o interesada– que arregle el entuerto. Sin embargo, cuando los 'berlusconis' y 'putines' se empecinan en parar el reloj biológico a base de botox, cirugías varias y otras hierbas, es evidente que la maquinaria de sus azoteas está para el desguace.

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Que cada uno lleve sus arrugas y su hipocondría como mejor le venga. Yo sé la edad que tengo y hasta dónde puedo llegar. Me desasosiegan más las telarañas en el buen humor que las arrugas en la piel; y me preocupan los zarpazos que la covid ha dado a los bares. Quedan menos barras donde contar historias, esas cajas mágicas donde el tiempo se mide por tragos y no por minutos. Bares, tascas, cantinas y tabernas son los templos de Baco y de Noé, donde Berceo ya oficiaba su mester de clerecía con un vaso de 'bon vino'. Ha habido más Berceos. La literatura patria registra una pléyade de gloriosos vates que obraron el milagro de convertir el vino en verso. Rimados o no, los relatos, cuentos, maledicencias y chismes siempre alcanzan su punto de agudeza alrededor de una botella. Hoy que votan mis paisanos de la vieja Castilla y del reino de León, quizá sea el momento de elevar una loa a los tertulianos que tienen como 'marco incomparable' los merenderos de las bodegas, con aroma a barricas de roble y chuletas de cordero. Allí se abren los cuévanos del cerebro para desnudar almas y famas, o para compadecer a quienes cambian aquellos paraísos por los trampantojos de la ciudad.

Retomo el lamento por las barras perdidas. Taburetes y mostradores son el ámbito perfecto para que oficien las lenguas más o menos viperinas repasando pifias como la del diputado Casero, los juegos de guerra de Putin, o las majaderías del presidente mexicano a quien, antes de conocerlo, Cantinflas había retratado con su inefable paradoja de «¡Lo que es la falta de ignorancia!». Con estos chismes y otros más cercanos a la ciudad de las nostalgias mi amigo Tito Ortiz, nuevo cronista de Granada, llenará de seguro los odres de la actualidad para nuestro gozo.

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