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Dicen que el origen de esta expresión data de 1800, cuando barcos españoles, necesitados de ma-no de obra barata para trabajar en la industria cubana, engañaban a cierta población china, prometiéndole excelentes oportunidades y condiciones en las Américas, y tras lograr los contratos, les ... exprimían como a esclavos. Cuentos chinos sigue habiendo por doquier; y vendedores de humo, sobre todo en la vida laboral, pública, empresarial, aunque también, cómo no, en nuestra esfera social, el entorno más privado, el personal, familiar, y en los estratos más altos, los que deciden el rumbo, mientras reparten marrones, eluden el remangarse o se cuelgan las medallas de las batallas de otros.
Un buen contador de cuentos, cuentos chinos, por supuesto, goza de muchas 'virtudes'. De un lado, sabe vivir, y como buen vividor, resulta un gran trepador, un escalador total de las montañas más altas. Además, sabe nadar por las aguas turbulentas, escurrirse cual un pez, zafarse de los aprietos. Por último, el cuentacuentos resulta un hábil pastor, excelente timonel de soldaditos ansiosos de cumplir con su misión.
Y aunque los hay variopintos, todos tienen en común la habilidad de la treta, el artificio y la astucia, una vil capacidad para envolver con primor su ineptitud, para la farsa constante, para convencer a todos, de que andan ocupados y ocupándose de todo. El cuento chino mejor se titula 'escaquearse', escurrirse, escudarse en los demás, y valerse de los otros para salir adelante sin que nadie se percate de tan brillante jugada. Siempre aparentar cansado, talentoso, saturado, mientras no se aporta nada. En la fauna cuentacuentos hay diversidad de especies que practican este arte, esta habilidad sutil, resbaladiza impostura, el teatrito y el fraude de los tantos que, a menudo, nos rodean.
Por ejemplo, en el mundo laboral, de un lado están los más obvios; los asiduos de la cosa sanitaria, el volante ambulatorio, el momentito, el recado, el mandado, la escapada. Caben en este grupo los amigos del Facebook, los jugadores de cartas, de naipes y solitarios, los que usan el teléfono para el asunto privado, los que consumen las horas los lunes en los cafés, y esos otros que, deliberadamente, prefieren trabajar despacio, lentamente, para evitar que les carguen con más labor y más tajo.
Luego están los descarados, los alegres paseantes, los de la vana presencia que invierten todo su tiempo en recorrer los pasillos, traer y llevar rumores, conocer lo que se cuece, atesorar una a una, las historias paralelas al trabajo, que son las que, a fin de cuentas, le proporcionan su fuerza y les otorgan su rango. Por temidos, quizás sean respetados y porque nadie jamás les ha quitado ese espacio.
Son reyes de la impostura, de pasear el palmito; son palmeros, brillantes aplaudidores que babean cuando miran al de arriba, y hacia abajo o hacia un lado, saben bien trincar al tonto, endosarle los errores, y robarle los aciertos.
Para un buen escaqueador, lo importante es el prestigio, es seguir vendiendo viento, humo con sabor a aire, a brisa, a soplo, a corriente, desentendido de todo, pero bien aposentado y agarrado, bien sujeto, sin peligro de caer. Que nadie sepa jamás que es el viento lo que vende. Para ello, basta con menguar los logros, maltrechar toda la fama, y pisotear la estima a todos los timoratos que osan en acercarse. Que osan en trabajar entregando su trabajo a la causa cuentacuentos, dando brillo a su labor para esplendor y grandeza del experto contador de esos relatos chinos al estilo mandarino.
En esto como en casi todo, no hay cosa nueva que ya se pueda añadir; nada nuevo que no esté escrito en los cuentos, las fábulas, los refranes, los relatos del pasado: hay demasiados sastres hilvanando 'trajes del emperador' en sus telares vacíos, demasiados costureros que usan hilo invisible o diseñan transparencias, que dan puntadas al aire o visten monas de seda. Ya lo creo: abundan en este tiempo los sabios del más allá que hacen talleres de kabalah y se quedan tan campantes. Impostores, holgazanes, parlanchines, bocazas y fanfarrones, habladores que solo zascandilean, pícaros ambulantes, chafarderos, vendedores de sí mismos que usan a los demás; tiradores de levitas, embaucadores que viven de presentar una imagen que no es la de quienes son.
A veces está bien visto lo de contar cuentos chinos: al trilero y al listo de la engañifa no se le descubre fácil. Nos confunden y deslumbran con sus pomposas argucias, moviendo tres cubiletes, enredando, engatusando, moviendo bien la baraja, sacudiendo marionetas, creándose sus tinglados, vociferando en la calle que a quien guste el cuento chino, la función va a comenzar.
De los cuentos de Calleja está nuestro mundo lleno, pero es que a listos nos ganan, y por eso, nadie osa destaparles la careta, preguntarles si es que es chino el nuevo cuento que cuentan.
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