La aprobación por las Cortes de la primera ley para la igualdad de trato y la no discriminación, tras varios intentos fallidos y calificada con el nombre –Pedro Zerolo– del diputado socialista que la promovió, consagra en el terreno jurídico la protección de la diferencia como un bien social a preservar. Porque las sociedades desarrolladas y habitables solo pueden construirse sobre una convivencia cimentada en el respeto al otro y en la no marginación por sexo, edad, etnia o creencias. La nueva normativa trata de asegurar el cumplimiento de nuestro marco constitucional también en este terreno, además de incorporar nuevos desafíos como la necesidad de garantizar que avances sobrevenidos –la digitalización– no excluyan a colectivos con dificultades para valerse de ellos. Y sus bondades se ven matizadas por alguna arista, como la inversión de la carga de la prueba cuando alguien sea señalado en el ámbito administrativo por supuesta discriminación, lo que puede colisionar con la debida presunción de inocencia. El legislador recurre a la producción legal para poner coto a los desmanes. Pero más allá de la norma, es en la cultura social donde la vulneración de derechos debe acabar siendo vetada por inaceptable.
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