Decepción
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El otoño me deprime. Es el anticipo de un invierno, y odio el invierno. A mí me pasa como a muchas plantas, que empezando el otoño cambio de color y me cuesta hasta reír. No es que lo diga yoSecciones
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El otoño me deprime. Es el anticipo de un invierno, y odio el invierno. A mí me pasa como a muchas plantas, que empezando el otoño cambio de color y me cuesta hasta reír. No es que lo diga yoEl otoño me deprime. Es el anticipo de un invierno, y odio el invierno. A mí me pasa como a muchas plantas, que empezando el otoño cambio de color y me cuesta hasta reír. No es que lo diga yo. El otoño arranca con las ... vacunas de gripes y otros bichos, disfrazados con uniforme de neumonía, bronquitis y cosas así. Cosn vacuna o sin ella, raro es el invierno que no se pesca un trancazo. Y eso por mucho que te abrigues. Entras al autobús, al cine o a un restaurante, y ya tienes cerca a alguien tosiendo y echando bichitos para que los demás los pillemos. Luego, para remate, llega la fiesta de los difuntos, que solo la gozan las criaturas inconscientes, los niños. Porque los adultos sabemos de sobra lo que nos recuerdan esos días con olor a crisantemo y camposanto. Al menos ya no es obligado que un cura te ponga una marca de ceniza en la frente y te repita que polvo somos y en polvo nos convertiremos ¡Como si alguien pensara que ha venido aquí a quedarse! No hace falta ser masoquista, digo yo.
A todas estas nubes oscuras del alma otoñal se une lo que nos llega por los medios de comunicación, porque es imposible vivir aislado de información, por mucho que una lo intente. Las imágenes de lo que sucede en Cataluña son para hundirse. Es que ya no hay palabras para describir tanta mentira, tanta soberbia y tal grado de deslealtad. Ver a unos zangalitrones, muchos de ellos universitarios e hijos de la burguesía catalana, y bastantes descendientes de andaluces como nosotros que ayudaron a levantar Cataluña, apedreando a policías, arrastrando por el suelo a ancianos, incendiando casas llenas de niños, destrozando ciudades, convirtiendo aquello en un infierno en llamas, es durísimo. Pero siempre hubo y habrá gente mala en el mundo. Es inevitable que existan terroristas, asesinos, ladrones, violadores y otros tipos de delincuentes. Lo que no es inevitable es que se les deje actuar con impunidad. Eso lo hemos visto en directo. Allí había batallas campales, pero al final resultó que los representantes del orden publico eran los malos de la película y los alborotadores las víctimas. ¿Pero cómo es posible que hubiera más policías heridos que terroristas detenidos? Y que la actuación del gobierno fuera tan lenta, desorganizada y tolerante. A mi todo aquello me ha decepcionado tanto que cada día me siento menos identificada con los ideales que han movido mi vida desde que tuve uso de razón. Porque una servidora forma parte de las primeras generaciones de mujeres que plantamos cara al franquismo final con gestos de resistencia, cuando en las universidades entraban día si y día no los 'grises'. Allí supe lo que era hacer una sentada en las escaleras de la facultad de Letras, y salir corriendo por la calle Puentezuelas cuando nos disolvían. Eran protestas inocentes en apariencia, pero para una becaria como yo, de origen rural, perder la beca o la matrícula del curso era arriesgar su futuro.
Tuve colegas muchos más combativos que yo, sobre todo chicos, que pasaron más de una vez por los calabozos. Luego, llegada la democracia y con Franco bajo tierra, muchos se ponían medallas de valientes sin haber combatido nunca contra nada que les pusiera en riesgo. Y ahí siguen, lanzando discursos. Como les pasa a estos independentistas catalanes, valientes hoy ante unos políticos condescendientes y unas leyes extremadamente garantistas. Con Franco no fueron tan valientes: con la mano abierta, calladitos y aplaudiendo cuando el dictador aparecía por allí. Por ese camino podría seguir, y tendría para un libro. Pero aquí no cabe. Lo único que cabe es mi inmensa decepción y desanimo para seguir luchando. Porque siento a mis espaldas frio, incomprensión y soledad. También siento vergüenza ajena, y alguna propia.
¿Acaso nunca debimos aceptar una Constitución con debilidades evidentes e injusticias palmarias? Seguramente. Desde luego fue, y sigue siendo vergonzoso, por ejemplo, la sucesión monárquica por línea preferente de varón, tema que ahí sigue. Y el título VIII, el de las Autonomía como están diseñadas, fue una bomba de relojería. Porque, por ejemplo, en Cataluña y otras comunidades, ha permitido que se use la escuela para envenenar cerebros de varias generaciones de ciudadanos. Eso tiene mal arreglo. Nadie lo mueve. También se utiliza la TV3 para lo mismo. Y así sigue, sin tocar. El independentismo ira a más, seguro. Tampoco es ilógico que solo vascos y catalanes tengan policía propia, entre otras muchas cosas injustas. Yo vote a favor de la Constitución del 78, porque pensaba que era más lo bueno que lo malo de ella. ¿Me equivoqué? No lo sé. Hoy sí sé que no me gustan algunas cosas. Por ejemplo, el funcionamiento del poder judicial, porque no es plenamente independiente. Sé que es un disparate que se proteja más al que roba una casa que a su dueño si pretende recuperarla. Sé que se persigue más al trabajador que comete un leve fallo en su declaración de hacienda que a las grandes fortunas defraudadoras. Pero también sé que la democracia es el menos malo de los modelos políticos, y que hay que contener la decepción propia cuando surgen políticos advenedizos que la quieren usar para fines tan oscuros como el otoño.
Ojalá encontremos un camino para apartar del alma de tantos españoles este largo otoño interior de decepciones acumuladas. Ojala los políticos que nos representan escuchen al pueblo, que para eso los votamos. Ojalá no caigamos en el esperpento de ver cómo se van de rositas los que pretenden arrebatarnos por la fuerza lo que tanto nos constó a otros conquistar, la libertad y la justicia. Y mi apoyo a los fuerzas de seguridad que se han jugado la vida en Cataluña frente a unos niñatos mal criados, delincuentes y groseros que les escupían y les tiraban adoquines. Cuánta vergüenza he pasado, y qué amarga es la decepción.
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