Llevo tiempo queriendo dedicar unas letras a reflexionar sobre el poder de la palabra, algo que por su envergadura podría derivar a una disquisición antropológica, filosófica o lingüística que anda lejos de mi intención. En este apunte de domingo sólo me propongo abordar (de puntillas) ... la importancia que nuestro hablar y decir cotidianos tienen en los demás. Para hacerlo en este modo a-científico me acojo a eso de la posverdad, que nos permite primar emociones y creencias personales frente a datos o conceptos objetivos. Y me inspiro en esas historias humanas de decires y hablares con consecuencias nefastas que todos hemos protagonizado o escuchado alguna vez.

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El primer caso real que hoy comparto es el de un padre que, de modo espontáneo o por incontinencia verbal, desvela a quien no debe una verdad dolorosa sobre su hijo y este termina enterándose. Emisor, mensaje e interlocutor de este relato son sólo elementos de partida que arrancan una historia lamentable y evitable de catástrofe familiar, pero hay más elementos: el momento vital en que se produjo el acto de contar, las personas que escucharon, el tono en que se transmitió y tantos otros ingredientes (pequeños en apariencia) que suelen jugar en contra enfatizando el error. Hoy por hoy según me cuentan, la confianza sigue afectada y no hay tregua por ahora.

La segunda historia (igualmente verídica y bastante común) es la de una amistad trastocada a cuenta de una embestida verbal. Tal vez pudo haber descargo por la franqueza de la ofensa, que fue ruda y directa como un dardo (a fin de cuentas, quien dice lo que piensa no miente aunque mine la seguridad de quien lo recibe). También en este caso un buen puñado de factores agravantes acentuaron los daños secundarios dando al traste con un montón de cosas serias, cerrando la posibilidad de un remiendo real (frente a cosidos y puntadas oficiales, que las hubo), dejando metralla alojada que duele de vez en cuando.

En línea con lo anterior caben infinidad de ejemplos: el comentario fugaz que echa por tierra la ilusión de un niño; la furia que enseña los dientes para siempre; el apodo que arrastramos desde jóvenes; una fea confidencia; la burla cariñosa, el silencio que se hace cuando llega un alguien determinado o esa corrección fraterna que siempre «es por tu bien» aunque cause un gran mal.

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A veces no es sólo lo dicho sino lo dicho de manera machacona y repetida; ni sólo lo oído sino lo oído en momentos bajos; a veces lo expresado resulta exquisito en las formas e impecable en contenido, pero mata. En demasiadas ocasiones un gesto encierra una declaración velada, un beso frío muestra un posicionamiento encubierto, un saludo es una advertencia latente o hay un ajuste de cuentas escondido en el silencio de un mensaje corto.

Luego está la paradoja de que también usamos palabras para descargar heridas que decires anteriores hubieran podido provocar. «No hubo mala intención», «no lo tomes así», «quédate con lo bueno», «fue una broma», «no seas suspicaz», «estaba nervioso u ofuscado», «lo interpretaste mal». Y también en estos casos, lo nuevo dicho como eximente resulta un nuevo puñal: volvemos a herir con el verbo.

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La novela 'Corazón tan blanco' de Javier Marías (que recomiendo) habla entre líneas de esto. Su protagonista y narrador, el personaje Juan Ranz, siempre prefiere no saber, consciente de lo peligroso que resulta escuchar: «Los oídos no tienen párpados y lo que les llega ya no se olvida».

«Cada paso dado y cada palabra dicha por cualquier persona en cualquier circunstancia (en la vacilación o en el convencimiento, en la sinceridad o en el engaño) tienen repercusiones inimaginables que afectan (…) y se convierten literalmente en asunto de vida o muerte. Tantas vidas y muertes tienen su enigmático origen en lo que nadie advierte ni nadie recuerda ya (…)».

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A lo largo del libro hay páginas impresionantes dedicadas a demostrar que el lenguaje es un arma con inmenso poder de destrucción: «Salir y hablar y hacer; moverse, mirar y oír y ser percibidos, nos pone en constante riesgo. Ni siquiera encerrarse y callar y quedarse quietos nos salva de consecuencias, de consecuencias irremediables, de lo que hoy es inminente y era tan inesperado hace un año o hace cuatro o diez o cien, incluso ayer mismo».

Lo que decimos es mucho más que el sustantivo pronunciado, es también el contacto visual, la expresión facial, el lenguaje corporal, tan poderosos. Es el código que decidimos emplear frente a otros códigos menos (o más) dañinos. Es ruido y silencio y es la esencia de ese interlocutor que, con su identidad y no otra, percibe y reacciona.

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Dicen los estudiosos que cuando escuchamos 'NO' el cerebro libera cortisol, la hormona del estrés que nos pone en alerta; y cuando escuchamos 'SÍ', se activa la dopamina, sustancia de la recompensa y el bienestar. Si esto sencillo es así cabría preguntarse cuánto cortisol soltamos con los decires y hablares de aquellos que amamos.

Está claro que nuestras manifestaciones pueden seguir dañando durante muchísimos años: la palabra penetra y se aposenta, la mente almacena información y se aparta de quien las dijo para evitar el dolor.

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El premio Nobel de Literatura José Saramago afirmaba que el hablar nunca es inocente, que las palabras no son impunes: «Hay que pensarlas y decirlas de forma consciente».

Y lo comparto sin otro análisis que la experiencia propia: todos sabemos bien cuando arrullamos con la palabra, cuando la mirada es caricia, la sola presencia, consuelo. Igual que somos capaces de agredir sin que se note, hablar clarito y hasta provocar una vuelta de tuerca tal, que nuestra sentencia caiga encima de una cabeza con consecuencias irreparables.

Algunas palabras, una vez lanzadas cambian para siempre el curso de las cosas.

Cuesta el olvido, tarda el reparo, se aleja la curación. No hay cirugía que restituya el jirón ni médico que devuelva el desgarro al estado de antes. Y aunque el perdón sea antídoto o el tiempo todo lo cure, «los oídos no tienen párpados y lo que les llega ya no se olvida».

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