Lo resumió Pablo Casado hace meses: «España es un desastre». Se lo pillaron en una conversación con Juncker, demostrando así que no es muy listo ni precavido para líder nacional. El escándalo que provocó fue limitado, por expresar una idea bien extendida en España, no ... sólo entre los independentistas del «España nos roba», «democracia de baja calidad» y demás zarandajas.
Nos vemos a nosotros mismos como en una especie de crisis permanente, por los pesimismos atávicos, la imagen de hundimiento perpetuo de la economía y de descomposición social, atribuida a la incompetencia de las autoridades y las traiciones de quienes tienen la obligación de sacarnos del hoyo.
Nuestra política, agónica, refleja esta imagen tensa, proponiendo siempre drásticas enmiendas a la totalidad. No nos saca del marasmo depresivo la declaración judicial de uno de los Jordis, cuando aclaró que no hacían inversiones golpistas sino que reservaron 500.000 euros para longanizas, para denunciar el 12 de octubre a los genocidas españoles. Como echaban mano del presupuesto, las pagaríamos a escote. ¿Cataluña nos roba?
Sin embargo, la percepción del desastre nacional y el gusto por despotricar de nosotros mismos no suelen sostenerse contra viento y marea. Aunque nunca se reconocen expresamente satisfacciones, alguna hay. Cuando nuestros Erasmus salen fuera, tienden -desgraciadamente- a juntarse solo entre ellos, con cierto menosprecio por los demás y convencimiento de que como en España en ningún sitio, que viene a ser el discurso de los españoles en el extranjero.
En el ranking de la felicidad que elabora la ONU quedamos bastante bien. En 2018 salimos los 36º entre 155, aunque extraña que no estemos más arriba, pues nos superan países como Israel o México, con formas de vida más complicadas. Son de mejor conformar. Por ejemplo, la percepción mexicana sobre la corrupción es un 20% más baja que la que tenemos nosotros, con lo que nos dan sopas con honda: ojos que no ven corazón que no siente. La felicidad -o infelicidad- es un estado subjetivo, por mucho que se hagan esfuerzos por objetivarlo.
En realidad, a la chita callando, y pese al canibalismo ambiental, el español vive íntimamente convencido de tener un país sin par, por la comida, costumbres, amistad y salir hasta las tantas.... las prendas patrias que se alaban. Lo explica Rafa Nadal: «Los españoles no somos conscientes del buen país que tenemos». Contradice definitivamente la noción de país desastroso el ranking de Bloomberg, que examina 169 economías y que nos sitúa en el primer puesto de Países Más Saludables. Está elaborado a partir de datos objetivos -entre ellos la esperanza de vida-, lo que explica por nuestro excelente sistema sanitario y el modelo de alimentación. No nos dejará satisfechos: ahí está la queja del paciente que llevaron en helicóptero al hospital con un aneurisma, al borde de la muerte, lo trataron durante diez días, con un coste superior a 40.000 euros, y se fue cabreado por compartir habitación.
Por lo demás, la noticia de que en el índice más deseado estamos los primeros viene a ser una puñalada trapera a nuestras convicciones de que somos un desastre sin paliativos. A lo mejor no tanto.
Si esta es la media española, imagínense cómo vivirán en Cataluña, donde según los propios están muy por encima, con longanizas para atar miles de perros.
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