Antes hubo otro, pero mis primeros recuerdos son de un Seat 124 y luego de un Citroen BX. Allí nos rebullíamos mis hermanas y yo. Sin cinturones de seguridad ni perro que nos ladrara. Aquel metro cuadrado de tapicería y aire era también una habitación ... más de la casa, un salón de juegos ambulante en el que cada uno tenía asiento fijo. La chica, en medio, el sitio más incómodo. La mayor, detrás de mamá, y yo, detrás de papá, como si en caso de indisposición del conductor fuese yo, a mis once años, el encargado de coger el volante y continuar el viaje.
Se habla poco de lo que pasa en un coche familiar. Y se habla poco porque los padres van delante, mirando la carretera, hablando de sus cosas, y no se enteran de lo que ocurre detrás, en unos asientos que a veces quedan a miles de kilómetros de distancia del salpicadero. En ese metro cuadrado, donde no hay escapatoria ni escondite posible, tiene uno que lidiar con la soledad, el mareo propio y ajeno, el calor, el tedio y las no siempre plácidas relaciones fraternales. Y se pasan buenos ratos. Y malos. Y se aprende mucho. Y lo que pasa en el coche no se queda ahí, –al contrario de lo que ocurre en los campos de fútbol, al decir de los filósofos del área–, sino que continúa fuera de él, cuando el motor se para, se cierran las puertas y el auto se queda solo, estacionado, un poco abandonado a su suerte.
Y en los coches de mi familia se escuchaba música. Todos la misma, que no había móviles, ni auriculares, ni pilas para el walkman. Mi educación musical se hizo allí, mientras fuera el paisaje cambiaba y se movía a toda velocidad. A toda la velocidad que permitían 65 caballos de potencia. La selecta colección de casetes que amenizó los viajes de mi infancia forma parte de mi biografía íntima, tanto como las vacaciones de verano, la primera bicicleta o el primer beso, que parecía que nunca iba a llegar. Había una cinta de Jarcha y la discografía completa de Carlos Cano. Había una cinta de Roberto Carlos y muchas de Perales, Julio Iglesias, Víctor Manuel y Dyango, que todavía no llevaba lazo amarillo
Y allí, en aquel Citroen, fue donde me enamoré de las canciones de Alberto Cortez. De sus castillos en el aire, de su amigo que se va, de su rincón del alma. Me pasaba algo extraño. Pese a su marcado acento argentino, algo en mi cabeza lo clasificaba como español, quizás porque su planta, su mata de pelo gris y su vozarrón me recordaban un poco a Felipe González y otro poco a mi tío Pepe. Y en el lado contrario, a María Dolores Pradera, madrileña, le habría dado un pasaporte mexicano con los ojos cerrados. La versión que ambos grabaron de 'En un rincón del alma' es una explosión de elegancia que no me canso de escuchar desde que supe que Cortez se ha ido al otro barrio, al de detrás de las estrellas. Quién sabe, igual anda ahora al volante de un Citroen cargado hasta los topes de casetes.
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