Dieguito
Diríase que Maradona fue algo así como el director de la juguetería de los muñecos estropeados
Antonio Soler
Viernes, 27 de noviembre 2020, 01:17
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Antonio Soler
Viernes, 27 de noviembre 2020, 01:17
La infancia callejera y la madurez callejera. El ídolo que levantó el orgullo de un país herido por una guerra más absurda de lo habitual –Malvinas– haciendo malabarismos con una pelota. El dios macarra que llevó al éxtasis a una ciudad macarra y maravillosa –Nápoles–. ... Maradona, el barrilete cósmico, la mano de Dios y las piernas del diablo. Era no solo lo políticamente incorrecto sino lo políticamente disparatado, era el muchacho de un arrabal de tango, de un cuento de Roberto Arlt –el escritor con más faltas de ortografía que parió la literatura y uno de los talentos más rabiosos del Cono Sur–. Dieguito. El Pelusa, el excesivo, el provocador.
Hay ídolos que quieren seguir siendo el párvulo humilde que fueron. Yernos ideales a los que las medallas de oro les siguen pareciendo monedas de chocolate y piden excusas por sus trofeos. Tipos a lo Rafael Nadal o incluso a lo Pau Gasol con sus ONG y su discreción a cuestas. Una discreción que a Diego Armando le habría resultado un furúnculo, una joroba en su modo veloz de circular por la vida. Como aquellos viejos boxeadores que del éxito pasaban a la indigencia, de la gloria a una autodestrucción programada por un guionista de Hollywood. Juguetes rotos.
Y sin embargo Maradona fue más que eso. Diríase que fue algo así como el director de la juguetería de los muñecos estropeados. Nunca le abandonó la gloria. Ni siquiera en los sótanos más oscuros ni en los descampados más sombríos por los que atravesó. Allí donde no había más que miseria moral saltaba una bengala iluminando el cielo con su nombre, aparecía un vídeo con una de sus galopadas eléctricas por un lado de la cancha, su cara tatuada en la pantorrilla de una promesa juvenil. Los constructores de podiums lo quieren colocar en la cumbre. Cuestión de ópticas. Messi, diríamos muchos, lo ha desbancado. El cerebro de Cruyff fue más poderoso. La elegancia –los defensas también cuentan– de Beckenbauer fue mayor. Pelé fue oro puro. Pero Maradona fue Maradona. Fue la pasión, esa fuerza que conjuga en una misma persona, con afán de batidora, el delirio, la excelencia y la ruina. La ruleta rusa jugada con una sonrisa de oreja a oreja, la travesura del niño grande que juega a ser hombre o viceversa. El vértigo de quien lo apura todo con poco conocimiento y lo encomienda todo a la intuición. Un equilibrista que nunca supo que existía una cosa llamada red, ese artefacto despreciable con el que se consuelan los que no saben del quiebro a la miseria. Los que no miran los instantes de la existencia como quilates de vida sino como céntimos de un inútil libro de contabilidad, Dieguito.
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