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Vencido un número de años suficiente, que haya una nueva ley de educación dejará de ser noticia por la sencilla razón de que no es ... novedad. En la historia reciente de España, hemos vivido tantas y tan variadas en su color pero erradas en el fondo que al final ninguna merece ser tenida en cuenta. Estas semanas se hablaba con el cansancio de la costumbre de la evaluación del bachillerato, de las propuestas, las consultas. Todas las leyes educativas han muerto vírgenes, además, pues a ninguna se le ha dado un tiempo de implantación razonable para que demuestre sus virtudes, en el caso inseguro de que las tuvieran. Con la ley Celáa ocurrirá igual. No se calienten mucho con ella, no le dediquen demasiados esfuerzos, porque más pronto que tarde será reemplazada por otra tan descalabrada y laxa en estos u otros aspectos. Como en tantas cuestiones que funcionan mal en nuestro país, el error es general, no concreto. De concepto, vamos. En algún momento malhadado nos hemos instalado en la equivocación de que la exigencia es enemiga de la inclusión, y a partir de ahí todo son golpes y catástrofes. Para que la fiesta sea completa, cada autonomía es un castillo feudal con sus leyecillas propias, así que si uno se muda de Andalucía a Murcia por motivos de trabajo ya pueden sus hijos prepararse para entrar en un universo con unas leyes que en poco se parecen a las del lugar del que vienen. Y no digamos ya cuando la lengua es otra y nos topamos con los requerimientos del nacionalismo excluyente.
Con la educación convertida en una muñeca con la que todos los políticos quieren jugar y a la que pretenden imponer su nombre, y un ejército de buenistas que piensan que exigir resultados a un niño es arruinarle su infancia, cuando muy al contrario supone salvarle del barro de la incultura y la falta de criterio, España se levanta cada mañana con un sonrojo educativo. Cuando no son los aspirantes a maestros que no saben dónde poner una h en las oposiciones, son los presentadores de televisión que te colocan Teruel en Extremadura, o un presidente de gobierno que convierte en limítrofes las provincias de Cádiz y Almería.
La educación en España se va pareciendo cada vez más a esas reparaciones que nadie acomete de verdad, y en las que se aprecian las sucesivas chapuzas con las que malos profesionales han intentado recomponer un problema que solamente podría resolverse si se cambiara la pieza completa. La triste realidad, queramos verlo o no, es que los alumnos españoles pasan una primaria con demasiado jijijajá y pocos contenidos de base, aupados en veloces corceles de pedagogías indoloras que no les llevan a ninguna parte. A la primaria light le sigue una Secundaria de café para todos, en la que se aprueba o se aprueba, y se promedian títulos como el que reparte cartas. Pero no se ha escrito lo suficiente sobre esos buenos alumnos, los de perfil alto, que quieren llegar a la universidad y además hacerlo bien. Esos chicos tienen que hacer un esfuerzo hercúleo para dejar atrás los años del chupi piruli y la pedagogía de lo fácil y aprender todo antes de la prueba selectiva. Diariamente oigo a alumnos excelentes que dicen que ojalá les hubieran apretado antes algo más y ahora no tanto. Con el Bachillerato reducido a dos años (algo más serio, pero tampoco crean), profesores y estudiantes tienen que obrar el milagro de aprender todo en un tiempo récord.
Lo más sangrante del tema es que esta flojedad y falta de exigencia como norma en el sistema educativo se vista de medidas sociales e inclusivas, cuando el resultado es exactamente el contrario. En un sistema educativo firme, competitivo y exigente, pero universal, la persona con más necesidad y de una extracción social más baja, si se esfuerza, puede optar a un buen trabajo el día de mañana. El conocimiento y la carrera que uno se labre pueden llevarte arriba. En cambio la mediocridad, que es lo que estamos repartiendo, te deja exactamente donde estabas. En España, cuando el sistema educativo era verdaderamente exigente, existía una verdadera escalera social. Muchos de los catedráticos de universidad, grandes directivos y altos funcionarios actuales hicieron carrera desde la nada porque tuvieron a su disposición un sistema educativo justo, exigente, competitivo. Sí, competitivo, esa palabra que asusta tanto a la falsa progresía. De mis amigos cercanos, un gran gerente del sistema de salud es hijo de un soldador y una costurera, otro que es profesor de facultad hijo de una familia de agricultores que apenas conocen las cuatro letras. Yo hubiera probablemente acabado en un trabajo manual si no hubiera tenido la oportunidad de aprender. El verdadero progresista cree en el poder de la cultura como motor de ascenso.
Lo que ocurre es que, vista la cuestión en su conjunto, uno sospecha que a nuestros políticos les interesan menos las escaleras sociales que las puertas giratorias.
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