Hay una secuencia, la secuencia, de 'Volver a empezar' en la que Albajara le confiesa a su amigo Roxiu la verdadera razón de haber vuelto a Gijón después de cuarenta años de exilio americano. Lo ha hecho por un tal Ventura Soto, un profesor chileno ... compañero suyo en Berkeley que un buen día, en mitad de una clase de Economía, se puso a hablar en español, a recordar el pueblecito junto a Viña del Mar donde había nacido, sus gentes, su paisaje, el río donde se bañaba de niño, e incluso se arrancó a cantar una vieja canción chilena antes de caer muerto, fulminado por un infarto. «Me atormenta pensar la manera en que Ventura recobró en aquellos pocos segundos todo su mundo. Qué ocurrió en su cerebro», se pregunta Ferrandis.

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Pienso en esa secuencia y me imagino a Antonio Moreno reconstruyendo en su memoria, durante más de medio siglo, todas y cada una de las esquinas que había de dejar atrás para llegar, desde su calleja de Almona del Boquerón, hasta la explanada imponente del Triunfo donde lo esperaban los amigos para jugar a las canicas. Lo imagino evocando el frío de sus pantalones cortos vagabundeando por la Gran Vía de los años cuarenta, sin más esperanza que un trozo de pan con tocino ni más compañía que la mirada triste y estragada de los hombres y mujeres que trataban de olvidar el horror de una guerra.

«He querido volver a Granada todos los días de mi vida». Una mañana de hace trece años, Antonio me dijo esa frase con un inexplicable acento granadino, inexplicable porque no era impostado sino auténtico, tan real como los taxis amarillos que se veían a través de los cristales del vestíbulo de aquel hotel de la 73 con Broadway, en el Upper West Side neoyorkino. Antonio llevaba lejos de Granada desde los años cincuenta. En París se casó con una americana y en Nueva York comenzó a trabajar como auxiliar administrativo en el Chase Bank. Veinte años después ya era el vicepresidente primero del Chase, uno de los bancos más grandes del mundo. Y había vivido y trabajado en varios continentes. Y pertenecía a los clubs más selectos de Manhattan. Y desde su despacho en un rascacielos de Park Avenue gestionaba fortunas que podían tumbar gobiernos en la otra esquina del planeta.

Pero Antonio Moreno Venegas, que acaba de morir en su casa de Nueva York, siempre sintió que estaba allí de paso, que su vida al otro lado del océano era algo temporal, un mero rodeo que habría de desembocar invariablemente en Granada, en la ciudad de la malafollá de la que tanto presumió. Y no le faltaba razón. Porque Antonio pudo vivir casi toda su vida lejos de la calle Elvira, pero la calle Elvira nunca dejó de vivir en él.

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