De entierros y encierros
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Puerta Real ·
Hoy toca recordar a los ausentes que nos enseñaron a vivir y convivir, algo que ya no se practicaCon la cosecha de desolación que se prevé para este triste mes de los difuntos, el año va a pasar a la memoria colectiva como aquel en que vivimos entre encierros y entierros. Será también el año que tuvo solo dos breves estaciones: un invierno ... encogido y un verano fugaz; el resto de los meses han pasado entre sustos, jindamas y canguelos. Nada que ver con aquella primavera de 1981 cuando los hospitales comenzaron a llenarse con miles de personas afectadas por una rara enfermedad pulmonar. Resultó ser una intoxicación masiva por aceite de colza desnaturalizado. Entonces teníamos al ministro de Trabajo, Sanidad y Seguridad Social, Jesús Sancho Rof, que nos alegró el día cuando dijo que «el mal lo causa un bichito. Es tan pequeño, que si se cae de la mesa, se mata». Ahora tenemos más ministros para repartirse aquella cartera, pero ninguno de ellos está dotado de aquel donaire. Ni falta que hace, porque el actual desbarajuste no admite ni sombra de frivolidad, como a veces apunta el hombre de la almendra y voz quebrada.
Llegamos al mes que recuerda a todos los ausentes; el mes en que florece el crisantemo, esa flor que emborracha la tristeza y muere aterida entre el relente y el mármol de los cementerios. Si la señora Lucila hubiera visitado el camposanto de Granada, se habría arrodillado ante la tumba de Pepita Serrador y Chicho Ibáñez para rezar un padrenuestro por su eterno descanso y se habría santiguado siete veces al ver el nicho de ese señor que en vez de cruz tiene en su tumba un escudo del Barça. Pero la buena mujer no está para esos trotes porque lleva ya más de sesenta años descansando en su panteón de un diminuto cementerio. Allá se fue en uno de aquellos inviernos en que los pobres arrastraban por sendas embarradas el piojo verde y el hambre hasta su puerta y ella les daba cobijo y pan. Nos queda su memoria, que todos los años reverdece cuando llegan los fríos y las noches se abren para almas en pena, lamentos de trasgos y aullidos de lobos. Pudiera parecer que últimamente el cambio climático se niega a franquear el paso a esta tropa de espectros y no acaban de llegar la niebla y la grisura, que siempre rodeaban estos días de aquellos noviembres en los que el Darro afilaba las cuchillas del aire al llegar a Plaza Nueva. Pese a todo, el sol del otro lado de la ventana, tras la que la prudencia nos mantiene encerrados, no logra que olvidemos la memoria de Lucila, ni rompe la diabólica destreza narrativa de gente como Lovecraft, Edgar Allan Poe o Edith Wharton que nos estremecían con sus relatos del día de difuntos.
El espanto y miedo de ahora no se esconden en esos libros, están en las páginas del periódico y en los telediarios, en esos arroyos de desolación que arrastran vidas truncadas y esperanzas rotas por el aguijón del virus. Solo podemos abrir el portillo de la prudencia y la ventana de las lágrimas para despedir desde ella a quienes no podemos acompañar hasta dejarlos reposando en la quietud que habita por encima de la Alhambra. Asomados a ese precipicio que ahondan diariamente y a destajo la Covid y la incompetencia, volvemos a recordar a la buena gente que se ha ido y que nos enseñó a vivir y convivir; algo que ya no se practica. Ni corren buenos tiempos ni nadie hace nada para mejorarlos.
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